Recuperando el espacio público: cómo poner coto a los esparramachos (manspreaders)

Original por Cassie J. en Xojane, I Have Been Sitting On Manspreaders For The Last Month And I Have Never Felt More Free.

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O de cómo exploté y empecé a hacer uso de un espacio que merecía.

No sé muy bien cómo surgió la idea, igual fue por el pluriempleo o porque me estaba poniendo mala. En mi trabajo principal de maestra de ceremonias en un karaoke tengo que manosear micrófonos que previamente han sido escupidos y rebozados en labios cortados y, a ritmo de pop, llevados a un estado tal de contaminación que me ha mantenido en la frontera del catarro durante cuatro años.

O igual es que llevaba encima demasiadas mochilas o porque me encontraba vaga, yo qué sé, cualquiera que fuese la razón, fijo que tenía una justificación. Hay veces en las que necesito sentarme en el camino de un trabajo a otro, pero independientemente de lo rota que me encuentre, siempre le dejo el asiento a alguien que crea que lo necesita más que yo. Creo que es lo correcto y, además, creo que de no hacerlo el macilento fantasma de mi abuela surgirá de las profundidades de la línea de metro suburbano y me dará una colleja.

Pero no todo el mundo tiene una yaya vengativa o siquiera una mínima pizca de sensibilidad, y sí, esto va por vosotros, gran mayoría de hombres adultos esparramándoos y ocupando tres asientos en el vagón del metro a expensas del cortés desasosiego de toda aquella gente que os acompañamos.

Simpatizo con esa idea que defiende que las pelotas son como dos huevos duros y sudorosos que se bambolean dentro un calcetín colgado de una cuerda de tender, pero yo tengo una vagina y se me pasó por la cabeza que por qué no airearla un poco dentro de ese vagón atestado. Al final no hice nada, ¿sabéis por qué? Porque tengo claros los principios básicos de la convivencia.

Compartimos este planeta, y si todo el mundo nos pusiéramos de acuerdo en decir lo siento o discúlpame cuando corresponde esto parecería algo diferente a un fiestón de colegio mayor de siete mil millones de personas dando vueltas por el universo. Soy de las que reciclan, de las que le dicen a cualquier niño o niña con la que se topan que sea una buena persona, recojo las montañitas humeantes de pienso digerido que mi perro produce dos veces al día, y es por este tipo de cosas por las que creo que me merezco un maldito asiento en el vagón del metro.

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Esta criatura no deja nunca de cagar.

 Discúlpame¸ le dije de pie al tipo de treintaitantos años que se esparramaba de una manera que me hacía dudar sobre si no estaría poniendo en práctica algún ejercicio de rehabilitación posvasectomía; pasó de mí. Estoy acostumbrada como mujer a estas cosas, así que hice un gesto señalando el asiento y le volví  a repetir lo mismo. Y nada. Me cercioré de no llevaba los cascos puestos.

Este tipo, junto a otros tres o cuatro esparramándose sobre varios asientos del mismo vagón, son el centro de nuestro universo desde que amanece hasta que anochece y nunca van a tener una mínima consideración por la mujer con el carrito, el señor tullido con el bastón o el niño que vuelve a casa solo después del cole.

Y el resto de la gente viajamos evitando afearles su egoísmo, cargando con el peso de las bolsas del súper, paquetes de pañales y de nuestra frustración hirviendo de rabia. Fue en ese momento en el que tuve mi epifanía: ahogarte en tu propia rabia no te servirá de nada, pero sentarte encima de un tipo, oh, amigas, eso sí que es toda una satisfacción.

Me esperé un rato. Separó lentamente sus pantorrillas y me apartó la marida, y fue entonces cuando aproveché para sentarme encima de él. Perdona, le dije, haciéndole astillas el muslo con mi culo huesudo. No creo que haya visto a nadie reaccionar tan rápido para apartarse de alguien al margen de las películas de terror. Y hubo terror primero, luego asco y más tarde ira. Saqué mi libro y me giré diciéndole gracias con una sonrisa asesina; tampoco era cuestión de ser desagradable.

**

Lo de que nuestra socialización como mujeres es diferente es un eufemismo. No puedo recordar ningún momento durante mis años de formación en el que no estuviera pasándome de ruidosa o fuera demasiado grande o fuera demasiado algo para cualquier circunstancia particular de mi vida. Continuamente me decían mis padres que me callara, que hacía mucho ruido al andar y que me reía muy fuerte. Ah, y también que pesaba mucho.

Les hice caso y, con el tiempo, me convertí en una persona con miedo a hablar por mí misma, una mujer demasiado pasiva como para decir que no a una cita o una fecha de entrega. Salarios que nunca cobré, revisiones del dentista a medio terminar, cortes de pelo infames, pollas fláccidas, agentes literarios inútiles, tortillas con pelos que muy cortésmente me acababa comiendo o la mano peluda de mi sexagenario jefe frotando mi espalda.

Ocupaba mucho espacio en mi delgadez más extrema, cuando era un fantasma de 45 kilos. Naturalicé miles de voces ajenas a la mía que me imponían mandatos, tanto si planteaba férrea resistencia como si no.

Discúlpame, le dije al adolescente cuya mochila ocupaba el único asiento libre. Alzó las cejas, se rio y empezó a hablar con su colega adolescente. Ese día, la niña a la que estaba cuidando tenía dermatitis del pañal, me había manchado de caca de bebé y tenía que sostenerla mientras lloraba por su madre. No tenía nada que perder y solo quería sentarme, así que me disculpé de nuevo, esperé, le arrojé la mochila y le aparté de una patada mientras intentaba apoyar mi culo en el asiento. Muchas gracias, dije, con voz jovial, una voz nueva, una que he encontrado muy dentro de mí misma. La sonrisa que le puse también era nueva, una sonrisa que solo he visto en series de asesinas en serie. Ni el chavalín ni su amigo dijeron nada.

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Y esta es la cara de alguien que, BAM, ha estallado.

El mes pasado me senté sobre doce tíos.

Al principio me rompió que nadie me dijera nada, estaba completamente preparada para una pelea de hora punta, pero lo más bestia que me pasó fue un tipo que empezó a apretar violentamente su rodilla contra la mía en la versión pasivoagresiva de los combates de wrestling que emiten de madrugada.

Si me permito adivinar, diría que la gran mayoría de tresasientistas tiene una sensibilidad vestigial que se difumina rápidamente cuando una desconocida de mirada soñolienta se sienta en mitad de su pierna. Los mismos que no tuvieron en su día una abuela que hoy les agarraría de la solapa si les viera esparramándose por ahí en vez de ceder su asiento a mujeres embarazadas o personas ancianas.

Últimamente me voy haciendo más valiente, presentando mis excusas y arrojándome en el asiento vacante como el sintecho que arroja su atillo a un tren en marcha. Antes, ese discúlpame era un estertor que abandonaba mi cuerpo mientras me preparaba para empequeñecerme. El nuevo discúlpame ya no es rechinar los dientes bajo cuatro mochilas, no es desconformidad pasiva mientras sueño con la realidad alternativa donde defiendo el espacio que merezco.

¿Te sientas a mi lado?

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3 comentarios en “Recuperando el espacio público: cómo poner coto a los esparramachos (manspreaders)

  1. Me ha encantado tu narración 🙂
    Lo único que me salta, es el hecho de que algunos hombres puedan creer que nos estamos insinuando y se sientan con la libertad de acosarnos.

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  2. Pues me parece una muy buena iniciativa, la verdad…. no hay nada mejor que enseñar de esa manera a la gente maleducada -son sobre todo hombres- que dejan las patas abiertas, a ocupar el espacio que tienen derecho a ocupar, ni más ni menos. Además ninguno de estos cafres se espera semejante reacción de nadie, así que seguramente se pensarán dos veces estirarse como si estuvieran en su cama.
    Pero como soy el tocapelotas de siempre, también rompo una lanza a favor de la otra parte, el resto del pasaje de un tren o el metro directamente discriminados por una mujer cualquiera, que por ejemplo en el metro, decide sentarse en el asiento central (de tres plazas) con su carrito de la compra a su lado, en vez de ponerselo entre las piernas, ocupando su asiento, y el de al lado…. La putada es la siguiente, sólo una mujer puede sentarse encima de ella, nunca un hombre, porque en este país ese hombre sería inmediatamente encarcelado por intento de violación.
    Y ésa es la cuestión, nunca ninguna intención es del todo buena, a las cosas buenas cuando les das la vuelta siempre parecen cosas feas.
    Es como cuando haces el desayuno y quemas la tostada por un lado, cuando la pones en tu plato la pones de manera que no se vea el lado que está quemado… Ahora piensa en que yo como hombre me siento encima de una mujer, o cojo su bolso y lo tiro dando una patada… ¿a que ahora parece más feo?… pero es la misma tostada.
    Pues como tocapelotas en general, yo estoy aquí para enseñarte el lado quemado de la tostada.
    hala.

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