Desempeñar la masculinidad

Original por  Robert Kazandjian en Media Diversified, Performing Masculinity.

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Mi padre nos cuenta muy a menudo la historia de cuando vio por primera y última vez a su padre llorar. A principios de febrero de 1958, Armenag Kazandjian, de seis años, se encontraba sentado a la mesa de su familia en el piso del Cairo, disfrutando de un bol de Ful, un plato tradicional de la cocina egipcia. Mi abuelo, Vahe, bebía café aromático y leía el periódico. Mi padre recuerda ver al suyo dejar con pasmosa tranquilidad el periódico en la mesa y clavar su mirada a través de una ventana abierta mientras sus ojos se humedecían y las lágrimas comenzaban a a recorrer sus hirsutas mejillas. Mi padre quiso saber qué pasaba, y mi abuelo, con sus ojos fijos en la atestada calle, le explicó que los jugadores del Manchester United más brillante de todos los tiempos se habían matado en un accidente de avión en Alemania. «Chavales», exclamó, «chavales jovencísimos».

La familia de mi padre estaba acostumbrada a tragedias inmensas. Sus padres eran niños cuando sobrevivieron al genocidio armenio. Crecieron en hogares desgarrados física y psicológicamente, entre comunidades que luchaban por reconstruirse. La madre de Vahe, huida de los pogromos antiarmenios de Estambul de 1915, vivía con la angustia de no poder facilitar un espacio digno a la creciente familia de su hijo. Considerándose una carga, subío hasta el tejado de su bloque de apartamentos y se arrojó al vacío. Mi padre y su hermano se enteraron de la terrible noticia al volver del colegio; sin embargo, nadie recuerda ver llorar a mi abuelo. La sociedad armenia era, y aún hoy lo es, profundamente patriarcal. Los hombres que sobrevivieron al genocidio cargaron con el peso de la vergüenza del desplazado; creían haber fallado como protectores arquetípicos de su pueblo. Esta humillación pasó de padres a hijos y así cristalizó la decisión de demostrar a perpetuidad  nuesra fortaleza patriarcal. La respuesta estoica de mi padre a la muerte de mis abuelos es muestra clara de esta herencia perniciosa.

Es probable que debido a esto el único recuerdo que guardaba mi padre sobre la vulnerabilidad de mi abuelo tras el desastre de Múnich explique su conexión emocional con el Manchester United de fútbol. Y pese a haber nacido y crecido pared con pared junto al estadio del Tottenham, el deseo por emular a mi padre me hizo pasearme por los parques del norte de Londres con un prominente cuello alto como el de nuestro «Rey», Eric Cantona.

Ver los partidos del United por la tele con mi padre comenzó a ser un ritual. En la intimidad de nuestro estrecho salón me fijaba en su manera de actuar casi tanto como lo que ocurría en el campo. Si aplaudía uno de los pases de «quaterback» de Paul Ince, yo hacía lo propio. Si se levantaba del sofá para celebrar los goles de Andy Cole, yo también. Si se hartaba a lanzar insultos a la pantalla, yo los memorizaba, por raros que me resultaran y los repetía por lo bajini. Y si golpeaba brutalmente el puño contra la mesa del café de pura rabia, ahí que iba yo, esperando que mi padre no notara el dolor que casi se me escapaba por los ojos.

Y así aprendí a desempeñar mi masculinidad. A través del prisma que me otorgaba ver el fútbol con mi padre, entendí que lo que se esperaba de mi era tragarme la decepción y la tristeza, transformarla en ira y escupirla como la llama de un dragón. Al crecer, apliqué esta manera de entender la vida a todo y a todo el mundo de mi entorno: expulsiones del colegio, agujeros con la forma de mi puño en las puertas de los dormitorios, costillas rotas y narices quebradas dejaban de manifiesto mi compromiso con convertirme en un «hombre hecho y derecho». Aprendí que toda la infelicidad que sintiera debía enmascararla con pintura de guerra, lo que me condujo a un camino de destrucción. Solo a través de la lectura y escritura en los últimos años de mi adolescencia comencé a desmontar mis tóxicas ideas en torno a la masculinidad.

Ya en la universidad, volvía a casa regularmente para mantener viva la tradición de ver al Manchester United con mi padre. Compartir ese tiempo con él viendo un partido se había convertido en algo altamente sentimental para mí, algo que creía recíproco. Este sentimentalismo se hacía astillas muy a menudo cuando regresaba a casa y le encontraba dejándose hasta los últimos cuartos en apuestas. También me invadía la tristeza cuando oía a su coche detenerse fuera mediada la segunda mitad. A pesar de estar desarrollando la necesidad reconocer de manera honesta mis emociones, sentía pánico ante la posibilidad de mantener una conversación sentimental con mi padre,  por lo que prefería volver a optar por la rabia, algo que me era mucho más familiar.

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El día en el que le diagnosticaron cáncer a mi hermano,  no acudí a mi familia para buscar esa tranquilidad que todos y todas necesitábamos, opté por ir al gimnasio a levantar peso. Tan decidido me encontraba a ser «fuerte», que elegí la expresión más literal. Me decidí por presas de banco y peso muerto en lugar de mostrarme abiertamente vulnerable y mostrar mis miedos a la gente de mi entorno más cercano. Y ahora me toca vivir con ese vergonzoso recuerdo.

La construcción patriarcal de la masculinidad es algo muy real, y es algo que nos desguaza por dentro. Nos condiciona para rechazar las respuestas genuinas al dolor que  nosotros mismos experimentamos y al dolor que sufren las personas de nuestro entorno. Al bloquear cualquier expresión sana de nuestros sentimientos, exteriorizamos en primer lugar nuestro dolor agrediendo y violentando a otras personas, especialmente mujeres, aunque posteriormente ese dolor también se vuelva contra nosotros. Todo esto resulta en nuestras parejas temblando por la intensidad con la que alzamos la voz, o en nuestros hijos imitando nuestras conductas y en nuestras hijas condicionadas a aceptar nuestros abyectos comportamientos como algo corriente. Algo que resulta en enviar fotos de pollas sin consentimiento, en insultar a una mujer a la cara tras haber rechazado esta nuestras agresivas proposiciones. Algo que resulta en no ver nada de malo en emborracharnos hasta caer inconscientes o en un «eso para mí no es violar». Toda esa crueldad y resentimiento se encuentran arraigados en nuestra genuina y primigenia decisión de desplegar de la manera más concisa nuestra «fortaleza» mientras abandonamos los poderes terapéuticos que conlleva asumir nuestra denominada «vulnerabilidad».

Hoy, el disfrute de los partidos del United con mi padre se ha visto enturbiado por la aflicción. No se encuentra bien, su memoria a corto plazo se le escapa como vapor por una ventana. En un par de días, le cuesta recordar los detalles de los partidos más apasionantes. En verano, el equipo que ambos amamos fichó al capitán y al máximo goleador histórico de Armenia, Henrik Mkhitaryan, algo que nos llenó de euforia. El domingo pasado, en Old Trafford, Mkhitaryan corrió a por un balón dividido, se lanzó un autopase y disparó hacia la portería del Tottenham, alojando el balón en las mallas, convirtiéndose así en e l primer armenio en anotar un gol en la Premier. Lloré. Miré a mi izquierda y mi padre lloraba también, sin ningún rubor. Puede que derramáramos lágrimas porque ser armenio es algo oscuro y desconocido, algo que requiere de explicaciones y mapas y que, sin embargo, ese día la norma no se cumplió. Quizá lloramos porque el gol de Henrick Mkhitaryan representaba el símbolo de nuestra supervivencia y crecimiento tras el genocidio, en un mundo en el que nuestros opresores deseaban nuestra desaparición. Puede que mi padre pensara en el Cairo y en ese plato de ful, y en las lágrimas de su padre. Quizá lloré porque sabía que pronto no recordaría jamás ese momento.

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La masculinidad está matando a los hombres: la construcción del hombre y su desarraigo

Original por Kali Halloway en Alternet, Masculinity is Killing Men: The Roots of Men and Trauma.

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Nota: este artículo se refiere mayoritariamente a experiencias cis.

Damos comienzo al proceso de convertir a los niños en hombres mucho antes del fin de la infancia.

Las tres palabras más dañinas que todo hombre recibe en su niñez es cuando se le emplaza a “ser un hombre” — Joe Ehrmann, entrenador y antiguo jugador de la NFL (Liga Profesional de Fútbol Americano).

No nos engañemos, sabemos desde hace tiempo que muchos hombres están muriendo por culpa de la masculinidad. Mientras que la construcción de lo femenino nos exige a las mujeres ser delgadas, bellas, serviciales y al mismo tiempo, en un precario equilibrio, virginales y follables, la construcción de lo masculino obliga a los hombres demostrar y redemostrar constantemente que, bueno, son eso: hombres.

Ambos conceptos son destructivos pero si nos atenemos a las estadísticas, el número de hombres incluidos y afectados y su, comparativamente, exigua esperanza de vida dan prueba de que la masculinidad es una asesina más efectiva, neutralizando a sus objetivos de manera más rápida y en mayores números. El número de víctimas atribuibles a la masculinidad versan en torno a sus manifestaciones más específicas: alcoholismo, adicción al trabajo y violencia. Aunque no maten explícitamente, sí provocan una especie de muerte espiritual, causando trauma, disociación e, inconscientemente, depresión. (Estos elementos empeoran si nos movemos en términos de raza, clase, orientación sexual y otros factores de opresión, pero concentrémonos en la primera infancia y en la socialización adolescente de manera global.) Citando a la poeta Elizabeth Barret Browning: “no es en la muerte donde los hombres en su mayoría fenecen”. Y, para muchos, el proceso comienza mucho antes de llegar a la adultez.

La emocionalmente dañina masculinización comienza antes de la adolescencia para muchos chicos, en la más tierna infancia. El psicólogo Terry Real, en su libro I Don’t Want to Talk About It: Overcoming the Secret Legacy of Male Depression (No quiero hablar de ello: superar el secreto legado de la depresión masculina) de 1998, desmenuza varios estudios en los que se nos explica que padres y madres, inconscientemente, proyectaron en las criaturas una especie de “masculinidad” innata, y, por tanto, una menor necesidad de confort, protección y afecto justo tras haberse producido el alumbramiento y pese a que los bebés no poseen comportamientos categorizables por género. De hecho, los bebés suelen comportarse de maneras que nuestra sociedad define como “femeninas”. Como Real nos expone: las criaturas llegan a este mundo con una dependencia, expresividad y emociones idénticas, y con el mismo deseo de afecto físico. En los primeros estadios de la vida, todas las criaturas se ciñen más a lo que estereotípicamente se define como femenino. De existir alguna diferencia, está precisamente en los asignados hombres, más sensibles y expresivos que sus pares femeninas. Lloran más a menudo, parecen más frustrados y muestran más enfado cuando la persona al cargo de sus cuidados abandona la sala.

Tanto padres como madres se imaginaron diferencias inherentes al sexo de sus criaturas, asignadas un género u otro. Aunque los especialistas sanitarios se encargaron de medir su peso, tamaño, nivel de altura y fortaleza, los progenitores informaron mayoritariamente que las criaturas asignadas mujeres eran más delicadas y “dulces” que las asignadas hombres, a los que imaginaban más grandes y, por lo general, más “fuertes”. Cuando se ofreció a un grupo de 204 adultos un visionado de la misma criatura llorando y se le entregó a cada persona información distina sobre el género asignado de la criatura,  adjudicaron a la criatura “hembra” una actitud miedosa, mientras que a la criatura “macho” la describieron como “colérica”.

De manera intuitiva, estás diferencias perceptivas provocan a su vez diferencias correlativas en el cuidado parental que posteriormente se acaba aplicando a estas criaturas ya asignadas hombre. En palabras del personal al cargo del estudio: “parecería razonable asumir que una criatura a la que se considera asustada reciba más cariño que una que parece enfadada”. Esta teoría se ve reforzada por otros estudios que cita Real. Todos coinciden en que “en el momento del nacimiento, a las criaturas asignadas hombre se les habla menos que a las asignadas mujer, se les reconforta menos, se les alimenta menos”. En resumidas cuentas, los recortes emocionales hacia nuestros hijos comienzan en el mismo umbral de su vida, en el momento más vulnerable de la misma.

Es este un patrón recurrente a través de toda la infancia y adolescencia. Real hace referencia a un estudio en el cual se nos muestra que tanto madres como padres pusieron énfasis en los “logros y competitividad de sus hijos”, y les enseñaron a “controlar sus emociones”, o lo que es lo mismo, instruir tácitamente a los chicos a ignorar o minimizar sus necesidades o deseos emocionales. De manera similar, tanto padres como madres son más estrictas hacia sus hijos, actuando presumiblemente bajo la premisa de que “pueden con ello”. Beverly I. Fagot, la fallecida investigadora y autora de The Influence of Sex of Child on Parental Reactions to Toddler Children (La Influencia del género de las criaturas preadolescentes ante reacciones parentales), descubrió que tanto padres como madres ofrecían estímulo positivo a sus criaturas ante las muestras de comportamiento “cis” (opuesto a un comportamiento “trans”). Progenitores que explícitamente se mostraban partidarias de la igualdad de género ofrecían, por el contrario, más respuestas positivas a sus hijos cuando jugaban con Legos y más respuestas negativas a sus hijas cuando mostraban actitudes “deportivas”. Se premiaba más los momentos de juego sin vigilancia parental, o “logros individuales” a los chicos y se mostraban más respuestas positivas a las chicas cuando estas requerían ayuda. Como norma, estos progenitores ignoraban el papel activo que estaban jugando en la socialización de sus hijos con arreglo a roles de género. Fagot incluye que todas estas personas adultas afirmaron que educaban de manera ecuánime a sus criaturas, sin prestar atención a su género asignado, una afirmación rebatida totalmente por las conclusiones del estudio.

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Sin duda, estas prontas lecciones transmiten mensajes nefastos tanto a niños como a niñas, con consecuencias irreparables. Sin embargo, mientras que , como afirma Terry Real, “a las chicas les está permitido conservar la expresividad emocional y cultivar la conectividad”, a los chicos se les educa para eliminar esas emociones e incluso se les inculca que su masculinidad depende casi exclusivamente de ello. Muy a pesar de esta realidad carente de lógica, nuestra sociedad ha abrazado completamente el concepto de que la relación entre virilidad y masculinidad es, de algún modo, fortuita y precaria, y se ha tatuado a fuego el mito de que “los chicos habrán de convertirse en hombres… que los chicos, en oposición a las chicas, deben alcanzar la sagrada masculinidad”.

Nuestros pequeños naturalizan estas ideas desde una pronta edad; debatiendo con Real, me informó de estudios que sugieren que estos jóvenes comienzan a ocultar sus sentimientos desde los 3 o los 5 años. “No es que posean menos emociones, es que ya van aprendiendo las reglas del juego: que mejor no las muestren”. Los chicos, según el imaginario popular, se convierten en hombres no solo creciendo, sino siendo sometidos a toda esta socialización. Sin embargo, Real también añade algo que para chicos cis puede parecer obvio: “no necesitan que nadie les haga hombres, ya lo son. Los chicos no necesitan desarrollar su masculinidad”.

Es inconmensurable la influencia de imágenes y mensajes sobre masculinidad implícitos en nuestros medios de comunicación. Miles de series y películas lanzan propaganda a los jóvenes (y a todo el mundo, en realidad) no tanto sobre cómo hombres (y mujeres) ya somos sino cómo deberíamos ser. Aunque hoy día existe mucho material académico sobre la representación de la mujer en los medios de comunicación y también existen miles de análisis deconstructivos de sus perniciosos efectos gracias a feministas, no existe tanto análisis sobre las construcciones masculinas en los mismos. Aun así, reconocemos claramente las características que mediáticamente se valoran entre los hombres en películas, televisión, videojuegos, tebeos, etc.: fortaleza, valor, independencia, la habilidad de proveer y proteger.

Mientras que las representaciones masculinas se han complejizado, se han hecho más variadas y humanas en estos últimos años (ya hace tiempo de El Sargento de Hierro y del arquetipo de Supermán), aún permanece ese privilegio de algunas características “masculinas” sobre otras. En palabras de Amanda D. Lotz en su libro de 2014, Cable Guys: Television and Masculinities in the 21st Century, Chicos de antena: televisión y masculinidades en el siglo XXI, aunque las representaciones masculinas en los medios se han diversificado, “la narración, por otra parte, ha llevado a cabo una importante labor ideológica apoyando de manera constante a personajes masculinos construidos desde el heroísmo o la admiración, denostando al resto. De esta manera, aunque las series de televisión han ampliado su muestra de tipos de hombre y masculinidades, han conservado su “preferencia” o “predilección” por un tipo de masculinidad cuyos atributos se idealizan constantemente.

Conocemos de sobra a este tipo de personajes que se repiten hasta la saciedad. Son los héroes de acción indomables, los psicópatas folladores de Grand Theft Auto, los padres de sitcom alérgicos al trabajo doméstico casados inexplicablemente con bellísimas esposas, los veinteañeros porretas sin oficio ni beneficio que se las apañan para ligarse a la tía buena al final; y, aún, el férreo Superman. Incluso el sensible y amoroso Paul Rudd de algún modo se “masculiniza” antes de los títulos de crédito de sus películas. Es importante reseñar aquí que un estudio de Antiviolencia en televisión concluyó que, de media, los hombres de 18 años en Estados Unidos ya han visionado 26.000 asesinatos en pantalla, “la mayoría de ellos, cometidos por otros hombres.” Añadid ahora estos números a la violencia en el cine u otros medios y las cifras son astronómicas.

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La pronta anulación de los sentimientos en los chicos y nuestra insistencia colectiva para que permanezcan en ese camino han traído como consecuencia el cisma entre ellos y sus sentimientos  y entre ellos mismos y sus yos más vulnerables.  La historiadora Stephanie Coontz ha llamado a esto la “mística masculina”. Deja a las pequeñas criaturas asignadas hombre y posteriormente, a los hombres adultos, desmembrados emocionalmente, con pánico a mostrar debilidad y la mayoría de las veces incapaces de acceder satisfactoriamente, reconocer o enfrentarse a sus sentimientos.

En su libro, Why Men Can’t Feel (El porqué de la asensibilidad masculina), Marvin Allen afirma que “estos mensajes animan a los chicos a ser competitivos, a centrarse en los logros externos, depender de su intelecto, soportar el dolor físico y reprimir sus sentimientos de vulnerabilidad. Cuando alguno de ellos viola el código, lo común es humillarle, ridiculizarle o avergonzarle.” El cliché cultural sobre los hombres totalmente disociados de sus sentimientos no tiene nada que ver con la virilidad, más bien es el indicativo de unos códigos de conducta religiosamente transmitidos, en su mayoría por padres y madres bienintencionadas y globalmente por la sociedad. En palabras de Terry Real en la charla que mantuvimos, este proceso de desconexión de los chicos de su yo “femenino”, o, más adecuadamente, “humano”, es tremendamente dañino. “Cada paso es perjudicial”, indica Real, “es traumático. Es traumático que te fuercen a abdicar de la mitad de tu propia humanidad”.

Este dolor se aplana una vez que los hombres canalizamos nuestros sentimientos de necesidad emocional y vulnerabilidad. Mientras que las mujeres naturalizan su dolor, los hombres lo exteriorizamos, hacia nosotros mismos o hacia otros. En palabras de Real, las mujeres “se responsabilizan, se sienten mal, lo saben y luchan por dejar de estarlo. Los hombres solemos externalizar el estrés. Lo exteriorizamos y nos olvidamos de nuestra responsabilidad en ello. Es lo contrario a la autoinculpación, es como sentirse una víctima colérica. La Asociación Nacional de Trastornos Mentales recoge en sus datos que, incluyendo criterios de etnicidad, las mujeres son el doble de propensas a sufrir depresión que los hombres, pero Real está convencido de que los comportamientos exteriorizantes de los hombres sirven para enmascarar depresión, que en la mayoría de casos nunca obtiene ni diagnóstico ni reconocimiento.

 contrarioEjemplos de estos comportamientos destructivos abarcan desde lo socialmente permitido, como la adicción al trabajo, a lo punible, como la adicción a las drogas o la violencia. Los hombres tienen el doble de posibilidades de ser víctimas de trastornos de ira. Según datos del Centro de Control de Epidemias de Atlanta, los hombres ingieren más alcohol estadísticamente que las mujeres, ocasionando “una tasa más alta de hospitalizaciones y muertes relacionadas con la ingesta de alcohol.  (Posiblemente porque hombres bajo la influencia del alcohol tienen más posibilidades de entablar otras conductas de riesgo, como el exceso de velocidad al vehículo o circular sin cinturón de seguridad)”. Los chicos tienen más probabilidad de consumir drogas antes de los doce que las chicas, lo que da lugar a una tasa más alta de consumo de drogas en hombres que en mujeres en edades más avanzadas. Los hombres en Estados Unidos son más susceptibles de asesinar (90’5% de todos los asesinatos) y de ser asesinados (76’8% de las víctimas), algo que también se extiende a ellos mismos: los hombres disponen de su propia vida cuatro veces más que las mujeres, y copan el 80% de los suicidios.” (Es interesante que por el contrario, las estimaciones de intentos de suicidio entre mujeres sean tres o cuatro veces superiores a la de los hombres.) Y según Prisiones, el 93% de la población reclusa son hombres.

Los efectos dañinos de este sesgo emocional que ya hemos detallado también interfieren en la brecha de género de la esperanza de vida. Según Terry Real:

“La voluntad masculina para minimizar la debilidad y el dolor es tal que ha pasado a ser un factor de disminución de esperanza de vida. Los diez años de diferencia entre la esperanza de mujeres y hombres poco tiene que ver con la genética. Los hombres morimos antes porque nos descuidamos: tardamos más en reconocer que estamos enfermos, tardamos más en pedir ayuda y una vez que nos ha sido asignado un tratamiento, somos menos consecuentes con él que las mujeres”.

La masculinidad es difícil de conseguir e imposible de mantener, un hecho que Real incluye y que queda de manifiesto en la frase “frágil ego masculino”. Como la autoestima masculina descansa temblorosamente sobre el frágil suelo de la construcción social, el esfuerzo para mantenerla es agotador. Intentar evitar la humillación que queda una vez esta se ha desvanecido puede llevar a muchos hombres a finales peligrosos. No pretendo absolver a muchos hombres de la responsabilidad de sus actos, solo señalar las fuerzas que subyacen bajo este sistema de conductas que comúnmente atribuimos a criterios individuales, ignorando sus causas de fondo.

James Giligan, exdirector del Centro de Estudios sobre Violencia de la Facultad de Medicina de Harvard ha escrito numerosos tomos al respecto de la violencia masculina y sus fuentes. En una entrevista en 2013 para MenAlive, un blog de salud masculina, Giligan habló de sus conclusiones: “aún no he descubierto una sola muestra de violencia que no haya sido provocada por una experiencia de humillación, falta de respeto y ridiculización y que no representara un intento para prevenir o deshacer esa “caída de máscara”, independientemente de lo severo de su castigo, incluyendo la muerte”.

Muy a menudo, hombres que sufren continúan haciéndolo en soledad porque creen firmemente que mostrar su dolor personal es equivalente a haber fracasado como hombres. “Como sociedad, respetamos más a los heridos silentes, explica Terry Real, a aquellos que ocultan sus dificultades, que a aquellos que dejan fluir su estado”. Y, como con otras cosas, el coste, tanto humano como en dinero real, de no reconocer esta tortura masculina es mayor que el de atender estas heridas, o evitar provocarlas desde un principio. Es de vital importancia que nos tomemos en serio lo que le hacemos a los pequeños asignados hombre al nacer, cómo lo hacemos y el altísimo coste emocional provocado por la masculinidad, que convierte a pequeños emocionalmente completos en adultos debilitados sentimentalmente.

Cuando la masculinidad se define mediante su ausencia, cuando se asienta en el concepto falaz y absurdo de que la única manera de ser un hombre es no reconocer una parte esencial de ti mismo, las consecuencias son despiadadas y parten el alma. La disociación y desarraigo consecuentes dejan al hombre más vulnerable, susceptible y en necesidad de muletas para soportar el dolor creado por nuestras solicitudes de masculinidad. De nuevo en palabras de Terry Real: “para las mujeres, la naturalización del dolor las debilita y dificulta el establecimiento de una comunicación directa. La tendencia de un hombre deprimido a externalizar el dolor puede convertirle en alguien psicológicamente peligroso.”

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Hemos establecido un patrón injusto e inalcanzable, y, tratando de vivir con arreglo al mismo, muchos hombres están siendo asesinados lentamente. Debemos superar nuestros obsoletos conceptos de masculinidad y nuestras consideraciones sobre lo que es ser un hombre. Debemos comenzar a ver a los hombres como realmente no son, sin necesidad de probar que lo son, para ellos o para el resto del mundo.

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17 mentiras que los hombres aprendemos sobre el sexo

Del original de Julianne Ross en Everyday Feminism, 17 Lies We Need to Stop Teaching Boys About Sex.

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Originalmente publicado en Mic y reblogueado aquí con su permiso.

Hace poco, Policymic dejó en evidencia las diecisiete mentiras relativas al sexo que las chicas jóvenes aprenden de la sociedad.  Aunque, a priori, tuviera pinta de estar orientada exclusivamente a mujeres, esa lista tenía como objetivo mostrar a todos los géneros que una sexualidad sana es posible.

No hay duda de que los chicos jóvenes, tanto como las chicas, están expuestos a falacias que a la postre pueden causarles infinidad de problemas.

Aunque nuestra cultura promueve una visión del sexo androcéntrica; es decir, falocéntrica, también plantea problemas a aquellos cuerpos leídos como hombre. Los hombres aprenden que los hombres de verdad son solo aquellos que ponen en práctica una sexualidad agresiva; no solo eso, además, los principios de la masculinidad tóxica fomentan una conducta estoica (en el sentido de irreflexiva) e ignorante. Admitir miedo, incomodidad o confusión con respecto al sexo implica reconocer una vulnerabilidad que entra en conflicto con una cultura que naturaliza el machismo.

El estigma que afecta a la sexualidad masculina va de la mano con el aumento de los comportamientos de riesgo, la violencia y la difusión de enfermedades de transmisión sexual.

Los cuerpos leídos como hombre conforman la mitad del pastel del debate sobre la visión positiva del sexo, por lo que es precisa que transmitamos una educación adecuada para todo el mundo, sobre todo en relación a anatomía, comunicación y consentimiento. Empecemos por dejar en evidencia esos diecisiete mitos que envuelven al sexo y a los cuerpos leídos como hombre.

1. El tamaño importa (y lo es todo)

Si hay algo que la sociedad ha equiparado tradicionalmente a la masculinidad es el tamaño del pene, así que no debería extrañarnos que muchos hombres estén preocupados por el tamaño de sus genitales.

La verdad es la siguiente: el tamaño importa a veces y a algunas personas, pero no lo es todo.

De esta manera, y en muchas ocasiones, los tipos se ven obligados a alcanzar un estándar poco realista. Muchos de ellos no han visto erecciones ajenas más allá del porno, por lo que disponen de una perspectiva muy sesgada. El porno, además, tiene las ventajas añadidas de una iluminación, unos ángulos y un maquillaje cuanto menos halagadores, lo que lo convierte en un elemento bastante poco acertado para efectuar una comparación válida.

Una erección media alcanza una longitud de 13 a 15 centímetros y un perímetro de 10 a 13 centímetros, dependiendo de la fuente.

Las preferencias de mucha gente tienen más que ver con el condicionamiento social predominante que con el puro placer físico. Las personas somos de varias formas y tamaños, y aquellas que gustan a unas pueden no gustar a otras.

Además de eso, tened en cuenta que la vagina no es un pozo sin fondo en la cual meter cualquier cosa, solo mide de largo entre siete y medio y diez centímetros de media, y se dilata durante la relación sexual para facilitar el acceso. Otras aberturas no ofrecen eso.

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Por último, la química sexual le gana por goleada al tamaño. Según palabras del Doctor Debby Herbenick, del Instituto Kinsey (institución sin ánimo de lucro dedicada a la investigación en material sexual, de género y reproductiva): «nuestras investigaciones concluyen, de manera consistente, que la conexión psicológica, la intimidad y la satisfacción relacional tienen más que ver en nuestra satisfacción sexual que el tamaño o la forma de los genitales de nuestra acompañante.»

2. En el sexo, la penetración lo es todo.

Conocemos comúnmente la virginidad como un estado previo a la penetración del pene en la vagina, una idea demasiado limitada como para tener significación por sí misma, ya que excluye el sexo oral y anal, las experiencias de parejas LGBTQ y concepciones más personales de intimidad.

Más allá de la virginidad, el sexo, el amor y las relaciones afectivas son muchas más cosas que simplemente introducir determinada cosita en determinado agujerito.

3. Todos los hombres tienen pene.

Muchos de los elementos que estoy sometiendo a discusión van dirigidos a aquellos a los que se asigna varón al nacer, de cara a establecer un espacio de debate para temas que los hombres, por lo general, no tienen oportunidad de tratar adecuadamente.

Insistimos en que la identidad de género no tiene nada que ver con el sexo biológico.

La masculinidad no se define mediante aquello que tienes entre las piernas.

4. Los hombres siempre tienen ganas de follar.

La sociedad ha insistido durante tanto tiempo en la libido masculina que hemos llegado a un punto en que la falta de deseo sexual en hombres se ha convertido en sinónimo de castración. El caso es que, a veces, a los hombres, ―como a las mujeres―, simplemente no les apetece. Elementos como la dieta, las horas de sueño, el estrés o la confianza pueden afectarnos al ánimo.

Los estudios referentes al debate sobre si el deseo sexual es mayor en mujeres que en hombres son tan infinitos como contradictorios, pero veámoslo en perspectiva: como señala IO9, «un deseo sexual mayor no se traduce en mayores aptitudes para el sexo, ni en un disfrute mayor del mismo».

Y, lo que es más importante, las tendencias mayoritarias no reflejan ni mucho menos las preferencias personales: algunos hombres prefieren las relaciones monógamas, otras el sexo casual y otros no desean ningún tipo de contacto sexual.

Debemos dejar de leer el deseo ―y su ausencia― en términos de género.

5. Los hombres no pueden ser víctimas de violación

Las violaciones son un delito infradenunciado, sin importar el género afectado. Una encuesta realizada recientemente por la agencia de estadística del Departamento de Justicia de los Estados Unidos ha arrojado datos que nos muestran que existen muchos más hombres víctimas de violación de los que pensábamos.

De cuarenta mil hogares entrevistados, la agencia logró esclarecer que el 38 por ciento de los delitos de violación y agresión sexual fueron cometidos en perjuicio de hombres ―un dato bastante más elevado que el que muestran anteriores estadísticas, con un porcentaje de hombres víctimas de entre un cinco y un catorce por ciento. Más allá de estadísticas, negar la realidad de los hombres como víctimas de violaciones representa un daño terrible a las víctimas.

De esta manera, ¿por qué la gente sigue pensando que los hombres no pueden ser víctimas de violación? Esta concepción errónea principalmente se sustenta en la idea que he mencionado anteriormente: los hombres siempre quieren sexo. Una premisa especialmente dolorosa y confusa para las víctimas.

Jennifer Marsh, de Red Nacional contra las Agresiones, la Violación y el Incesto (RAINN, en sus siglas en inglés), enunció en PolicyMic que «las víctimas masculinas a menudo se sienten mal consigo mismas cuando no desean la agresión ni la disfrutan».

Una erección no implica consentimiento; la realidad es que una erección fortuita puede sobrevenir tanto en hombres como en mujeres durante una agresión sexual.

6. No hace falta que los hombres se vacunen del Virus del Papiloma Humano (VPH).

Aunque el virus del papiloma esté asociado típicamente a las mujeres, lo cierto es que los hombres también pueden ser portadores e incluso contagiárselo a sus parejas mujeres.

Por estos motivos, el Centro de Control de Enfermedades (Atlanta, Estados Unidos) recomienda la aplicación de Gardasil tanto en hombres como en mujeres de entre nueve y veintiséis años. Esta vacuna previene de diferentes afecciones de VPH, dos de cuyas cepas producen verrugas genitales y cáncer cervical. Y sí, es segura.

Hablando del tema, los hombres también pueden sufrir infecciones urinarias y candidiasis, igual no tan a menudo como las mujeres, pero eso no las convierte en menos virulentas cuando atacan.

7. Para aprender de sexo, una buena fuente es el porno.

Sin entrar en deliberaciones personales sobre lo ético de las implicaciones que tiene el porno (y hay miles de textos que ya se han posicionado en múltiples puntos de este debate), está claro que es un producto que se consume masivamente en la actualidad y seguirá consumiéndose en el futuro.

De esta manera, recordemos que el sexo en el porno no es sexo real. Como en cualquier otra empresa cinematográfica, hay actores, directores, editores y un exceso de barroquismo, valga la redundancia.

A lo que vamos: a pesar de la omnipresente y frenética presencia de la que goza la penetración en el porno, la mayoría de mujeres no se corren solo con ella.

Otra prueba de que el sexo real difiere con el del porno es que los hombres no producen litros de semen, que todos los genitales no parecen sacados de una cadena de producción y que el ser humano suele tener pelo.

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Porque el porno no deja de ser una actuación, no un manual de instrucciones, y el someterte a interminables sesiones de porno no te convertirán necesariamente en mejor amante.

Cosa que si conseguirá que hables con tu pareja de lo que le gusta, por ejemplo.

8. El sexo se acaba cuando el hombre se corre.

El sexo no es una práctica teológica, el orgasmo no lo es todo. Esto vale tanto para hombres como para mujeres.

No es asunto de vida o muerte que te sientas incómodo por el «dolor de huevos», al fin y al cabo, de lo que hay que disfrutar es del camino.

9. El sexo es una maratón. Si no dura horas, no vale.

Las sesiones maratonianas copulatorias que nos muestran el porno y las comedias románticas no son fieles a la realidad, y es probable que lleguen a ser dolorosas si las ponemos en práctica en nuestro día a día. Los hombres, al igual que las mujeres, también pueden sufrir irritación tras el acto.

La realidad es que el sexo (sin incluir preliminares) normalmente suele durar lo que dura de media una canción de Marvin Gaye: de tres a siete minutos.

¿Os parece poco, verdad? Sin embargo, el sexólogo y escritor Ian Kerner nos lo muestra en perspectiva: «los [cis]hombres  estamos llamados a eyacular rápidamente ―y situaciones de estrés pueden hacernos eyacular de manera aún más rápida. Nos ha sido útil como raza. Si los tipos tardáramos una hora en eyacular, seríamos bastantes menos».

10. Los hombres bisexuales son hombres homosexuales que no se atreven a salir del armario.

La ciencia, como Colón, ha descubierto algo que ya conocían millones de personas, en concreto los hombres bisexuales: la bisexualidad masculina existe. Y no, no es simplemente «una escala de camino a “Villahomo de Abajo”».

No obstante, los hombres bisexuales aun tienen que enfrentarse al estigma de ser cuestionados sobre la legitimidad de su orientación sexual. Lo mismo les ocurre a las mujeres, aunque de ellas se infiere, a priori, una orientación más fluida (y sexualizada).

Sin duda, según afirma Patrick McAleenan (diario Telegraph) «aún está por ver el innatismo o la culturalidad de vivir en una sociedad que adora a Katy Perry por componer una canción llamada I Kissed a Girl (Besé a una chica) y a Madonna cuando se magrea con Britney Spears en directo».

Los hombres no deberían avergonzarse por sensaciones homoeróticas; tampoco es justo que presupongamos que la línea entre la heterosexualidad y la homosexualidad en hombres es más rígida que entre mujeres.

11. A los hombres heterosexuales, por el culo, ni el pelo de una gamba.

Explorar su trasero es tabú para muchos hombres hetero porque les preocupa estar haciendo algo «gay».

Esto es una estupidez, siendo el principal motivo que no tiene nada de malo ser gay. Además, no todos los hombres gay practican sexo anal.

Sea cual sea tu orientación sexual, la próstata sigue estando ahí. Este glande del tamaño de una nuez, también conocido por ser el «punto G masculino» se encuentra entre el pene y la vejiga, y muchos hombres, tanto gay como heterosexuales, han dado fe de que su estimulación les provoca orgasmos más intensos.

12. El sexo oral y anal es más seguro que el sexo vaginal

Aunque el riesgo de embarazo sea remoto mediante prácticas de sexo anal y oral (y a este último se le considera como la práctica que menos riesgo provoca para contraer VIH), aun existen múltiples posibilidades de contagiar y que te contagies de muchas ETS mediante una u otra práctica.

Escoger entre opciones implica escoger entre riesgos, no evitarlos. La mayor medida de seguridad es asegurarte que tanto tú como tu pareja os analizáis regularmente (incluyendo un análisis rectal de ETS, si existe la posibilidad), y, por supuesto, el uso de preservativos.

13. Una erección es sinónimo de deseo sexual (y viceversa).

A los tipos puede ponérseles dura de manera aleatoria por muchos motivos, especialmente durante la pubertad. Las erecciones espontáneas podrán ser motivo de vergüenza, pero son corrientes, y en muchas ocasiones no tienen que ver con lo cachondo que está el interfecto.

Las poluciones nocturnas, también conocidas como tiendas de campaña, son uno de los ejemplos más comunes. Ocurren en el momento en el que el cerebro entra en la fase REM, y en absoluto están relacionados con la temática sexual de los sueños.

Y a la inversa, que a un tipo no se le ponga dura no significa que no esté cachondo. Tanto el alcohol como los estupefacientes pueden influir y la disfunción eréctil es algo muy común en Estados Unidos, afectando en torno a entre quince y treinta millones de hombres.

Moraleja: el deseo es algo demasiado complejo como para reflejarse únicamente en signos físicos.

14. Los tipos en relaciones (hetero) ya no llevan los pantalones en su relación.

En jerga actual, el término «llevar los pantalones» se refiere a quien lleva las riendas de una relación en pareja; cuando se dice que una mujer  en una relación «lleva los pantalones», es que ejerce «control» sobre su pareja hetero, un hombre en este caso.

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Es una expresión inherentemente sexista (si dudáis, echad un ojo a esta entrada), ya que nos transmite que el estado natural de las cosas es que un hombre mantenga a la mujer en su sitio.

15. La omisión del «no» es explícitamente un «sí».

Existe tanto estigma y tanta vergüenza cuando hablamos de sexualidad, que hablar de consentimiento puede parecer extraño, especialmente si eres joven. Tenemos que superarlo, porque hablar de consentimiento es lo más importante dentro del ámbito que nos atañe.

Desde las recientes medidas gubernamentales encaminadas a contener la proliferación de violencia sexual en las universidades a las protestas estudiantiles en todo el país, queda claro que el acoso sexual sigue conformando un problema importantísimo tanto para mujeres como para hombres jóvenes. La ignorancia no vale como excusa.

Es nuestro deber enseñar tanto a chicos como a chicas a aclarar sus intenciones, respetando siempre al autonomía corporal ajena.

Insistamos en lo siguiente, ya independientemente del género: un no es un no. Que no haya un «sí» explícito también es un no. La ingesta de alcohol y la ropa que se lleva puesta no es sinónimo de consentimiento.

Y ninguna persona está obligada a tener sexo con nadie. Nunca.

A propósito, ya que estamos, recordad también que la friendzone no existe y piropear a las mujeres difiere mucho de la idea de «cumplido».

16. Las mujeres (y sus genitales) son complicadas y dan miedito.

Contrariamente a lo que comúnmente se piensa, el orgasmo femenino no es el mítico unicornio esquivo del sexo.

¿Qué a las mujeres les resulta difícil correrse? Por descontado. No obstante, bombardear constantemente a tipos y tipas con lo de que hacer que una mujer se corra es sinónimo de tarea hercúlea implica sembrar semillas de ansiedad y fracaso.

Más allá de dar la charlita sobre de dónde viene los niños, la educación sexual sería de más ayuda si hiciera por desmitificar de manera exhaustiva nuestros cuerpos y sus partes, independientemente de nuestro género y sexo.

Como todo el mundo somos diferentes, no estaría de más que enseñáramos a nuestras jóvenes a comunicarse de manera cómoda con sus parejas sobre lo que les gusta y lo que no. Es un punto que les será de gran ayuda a lo largo de sus vidas, tanto fuera como dentro del dormitorio.

17. Los tipos no están llamados a tener paciencia.

Arropados en el estereotipo de que los hombres siempre están pensando en sexo, muchos de ellos creen que todos aquellos tipos de su alrededor lo hacen.

Las normas culturales nos dictan que todos los hombres deberían estar ansiosos por follarse a la primera persona que se crucen por la calle y así también lo desee, pero nada más lejos de la realidad.

Muchas mujeres disfrutan del sexo casual, muchos hombres no. Algunos prefieren tomárselo con calma, y otros no sienten ningún tipo de atracción sexual.

Informes de Planificación Familiar (organización no gubernamental para la salud reproductiva y sexual) afirman que uno de cada cuatro hombres de diecinueve años no es sexualmente activo. Los chicos normalmente exageran su nivel de experiencias y la cantidad de parejas sexuales que han tenido; en una entrevista a mil doscientos adolescentes y jóvenes de entre quince y veintidós años, se esclareció que en torno a un treinta por ciento habían mentido sobre «lo lejos que habían llegado» y un setenta y ocho por ciento afirmaron sentirse presionados por la sociedad para tener relaciones sexuales.

No mantener relaciones sexuales no le convierte a alguien en menos hombre, porque tu identidad no depende de la gente con la que te acuestes. No es asunto de nadie que no seas tú.

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Los hombres no tienen ni idea de ponerse malos

Del original de Alicia Schindler en The Huffington Post Women, Men suck at being sick.

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Me duele todo el cuerpo, tengo la mente nublada, soy un despojo chorreante e hirviente, pero soy la madre y no tengo tiempo para estar mala. Ni un minuto. Tengo que domar a las niñas, hacer los almuerzos y organizar las actividades del día. Así que, aunque lo único que quiero es caerme muerta y dormir, lo que hago es no parar quieta y agitarme de un lado a otro. Aunque puede que sea por el frío.

Mi marido se arrastra hasta la cocina, con una mueca de cansancio plasmada en su cara.

«¿Qué te pasa?», pregunto, mientras a duras penas puedo hacerme cargo de todo.

«No puedo respirar», dice. «¿Me pasas un pañuelo?» Mientras, me mira con ojos de cordero degollado.

«Claro», digo de mala gana, y le acerco el paquete de pañuelos. ¿Puedo yo tomarme el día libre por estar mala? ¿Puedo ser yo la que por una vez esté mala?

«¿Te traigo un barreño?», le pregunto, sarcásticamente.

«Preferiría un zumo». Intenta ponerme ojos de cachorrito, pero lo que a mí me parece es que es un perro.

Intento respirar hondo, tranquilamente, pero tengo la nariz bloqueada, así que trago mocos y toso, pero nadie parece notarlo. Si no estuviera tan agotada, seguramente tendría algo mordaz que decir, pero como no puedo con mi alma, le paso una vaso de zumo, con el ceño fruncido, eso sí.

¿Cómo demonios lo hace? ¿Cómo demonios ocurre que siempre que tiene un catarro, lo convierte en neumonía?

Cuando tiene náuseas, se va al baño a emitir esa voz perruna, ese sonido de mala bestia cual animal moribundo.

Cada vez que está pocho, el mundo ha llegado a su fin.

Sí, efectivamente, algo le pasa a mi marido, pero no hay duda de que, principalmente, no tiene ni idea de ponerse malo.

Igual soy yo, pero siempre que no me encuentro bien, sus síntomas empeoran mágicamente. No voy a decir que lo haga adrede pero…

Yo: no me encuentro muy bien.

Marido: yo tampoco.

Yo: me duele la cabeza.

Marido: a mí también, y la garganta.

Yo: qué raro.

Marido: también tengo la espalda un poco agarrotada.

Yo: ¿de verdad?

Marido: Sí. La verdad es que me duele todo, creo que voy a echarme. ¿Me haces un caldito?

Parece ser que las mujeres no tenemos derecho a ponernos malas. Nunca.

Y creo que puedo decir, oficialmente, que esto no solo le pasa a mi marido. Creo que podemos meter a la gran mayoría de hombres en este saco, si acaso excluiremos a Clint Eastwood, a mi abuelo y a alguna que otra excepción, que siempre hay.

Mujeres de todas partes coinciden en que los hombres no pueden sobrellevar el dolor. Resoplan y gimotean, se quejan en exceso, rozan la hipocondría y arman escándalo mientras sus esposas cuidan del bebé de pie, hacen la cena y vigilan los deberes del cole de sus hijas, todo con 40 de fiebre y una pierna y tres brazos rotos. Sí, tres.

Me hace pensar en las expresiones que uso al azar y sin pensar: «compórtate como un hombre» o «¿qué eres, un tipo o una mierdecilla?». ¿Cómo llegaron estas expresiones a formar parte del imaginario popular? Creo que sería más apropiado «compórtate como una mujer» o «qué eres, una madre o una mierdecilla?». Esta última voy a empezar a decírsela a mis hijas, porque si hay algo que sabemos muy bien cómo hacer, es sufrir.

Me pone enferma.

Descargo de responsabilidad marital: Como aclaración y no porque lo esté leyendo, he de decir que mi marido es muy macho. Es el entrenador para todo, mata arañas, sube escaleras, arregla cosas y no hay nada que le guste más que las patatas fritas de bolsa en el sofá y los deportes en la tele. No hay duda de que mi marido le puede al tuyo… al menos que esté malo, claro.

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