Un camello por el ojo de una aguja y el orden patriarcal. Errores de traducción de la Biblia que han dado forma al sistema en el que vivimos.

Original en «A CAMEL THROUGH THE EYE OF A NEEDLE, AND OTHER WILD TALES OF TRANSLATION«, por Stant Litore.

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Ayer volví a escuchar la famosa parábola del “camello a través del ojo de una aguja”, lo que me sirvió para reflexionar sobre los errores de traducción y el poder evocador del lenguaje. El camello y la aguja es uno de mis ejemplos favoritos al respecto de las diabluras que pueden llegar a cometer los falsos sentidos, también es para mí el más exquisito porque independientemente de lo mejor o peor que lo traduzcas, el sentido de la metáfora permanece imperturbable. Para quien no sepa el origen de la expresión, aquí va: lo más probable es que hace dos mil años el rabino Yeshua para los judíos, Jesucristo para los cristianos, les contara a sus discípulos que era más sencillo hilvanar un cabo (como uno de esos enormes cabos que se usaban para pescar en el Mar de Galilea) a través de una aguja que un rico entrara al reino de los cielos. Sin embargo, en arameo, la lengua del profeta en ese entonces y la lengua en la cual probablemente se redactaron los evangelios, “camello” y “cabo” se escribían de manera idéntica: “gml”. Al pronunciarse sonaban distinto, pero el arameo no solía usar vocales en el lenguaje escrito, por lo que algún copista muy riguroso dejó constancia de “gml” sin despeinarse. La cosa empieza a liarse aún más cuando aparecen los evangelios y empiezan a traducirse al griego koiné, la vertiente helenística de la lengua ática por aquel entonces. Resulta que en koiné “camello” y “cabo” TAMBIÉN comparten término, únicamente distinguibles en lengua escrita por una sola vocal que se pronuncia casi de manera idéntica. Camello es “kamelon” y cabo es “kamilon”. En latín y otras lenguas sucesoras y en inglés la diferencia es clara, cosa que no ocurre en arameo ni en griego, de tal manera que aunque ya es de por sí frustrante intentar atravesar un rugosa cuerda de pescar a través de una aguja, hemos crecido con la imagen de un enorme dromedario estrujado a través de una pequeña obertura de un instrumento de costura, así, con jorobas y todo, dejando en un apuro a todo aquel cuya cartera le rebose de billetes, pero de manera muy cómica en este caso.  Y todo por una vocal.

Lo gracioso de todo es que la enseñanza de la parábola permanece intacta en cualquier caso, además el uso de un camello encaja en el estilo de las enseñanzas de Jesús, quien echaba mano siempre que podía del humor o de la hipérbole.

Sin embargo, otros errores de traducción han tenido resultados más truculentos, como la traducción de “arsenokoites” como “homosexuales”, un absurdo falso sentido, ya que el griego usa un término distinto para el último. “Arsenokoite” es un cognado, un término con el mismo origen etimológico, pero con distinta evolución fonética, de“hombre” y “cama” cuyo significado se desconoce porque su uso es rarísimo. Se ha especulado con que fuera un término referente a gigolós o a la prostitución masculina, de manera errónea según pienso, porque al aparecer junto al término “malakós” (lujurioso) es probable que su significado haga más colorida referencia a una persona rica de vida disoluta y hedonista, de esas que lo pasan mal en el Nuevo Testamento, bastante peor que los camellos. “Malakós” se ha traducido erróneamente como “afeminado”, especialmente para reforzar la lectura de “arsenokoites” como “homosexuales”, pese a la existencia otro término para ello. El significado correcto de “malakós” es “amante de los lujos, ablandado  por una vida fácil entre algodones”, el cual en griego no tiene connotaciones de género pero que en latín se asoció como algo “femenino”. El mundo romano siempre tuvo problemas con eso del binario “afeminado/masculinizado” del cual hemos heredado tanto su lectura como su interpretación. No era este caso el del mundo helénico (que otros follones tenían, todo hay que decirlo), ya que no hay prueba alguna de que “malakoi arsenokoites” haga referencia a la orientación sexual, identidad de género, masculinidad o su falta. Aunque parezca que no, Grecia no era Roma: “malakoi arsenokoites” era esa gente adinerada amante de la buena vida que devoraba uvas sobre un diván mientras hacía caso omiso al sufrimiento de sus empobrecida conciudadanía. Es un tipo de error en el que el Antiguo Testamento cae demasiado a menudo, especialmente en pasajes que inspiran la mayor devoción. La opulencia, el lujo y la vida disoluta eran vicios para el mundo griego que se representaban de manera burlona y crítica. Los rascacielos de nuestras ciudades les hubieran hecho desternillarse.

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Otra caso es el de “ezer kenegdo”, traducido en occidente como “ayudante”, que en el siglo XVII hacía referencia a una  “pareja idónea”, pero que para nuestra visión actual se adecua más a una pareja “servicial” para describir el estatus de las mujeres con respecto a los hombres, el cual en hebreo solo significaba una pareja de la que recibir apoyo, sin referencia a jerarquías, ya que es el mismo término que se usaba para describir el estatus de Dios hacia la humanidad. También está el caso del uso de falso sentido de “kephalé” (cabeza) por autoridad (autoridad ya tiene otro término aparte) debido a una expresión latina heredada del mundo romano que no existía en griego (la palabra “cabeza” en latín significa líder, pero en griego únicamente significa “origen”, como la cabeza de una aguja, nada que ver con autoridad).

El falso sentido de “hupotassomenoi” como “subordinado” en el sentido de que las esposas han de supeditarse a sus maridos, cuando “hupotassomenoi” en griego en ningún momento hace referencia a una subordinación, ya que existe una palabra distinta para ello también. Hupotossomenoi tiene difícil traducción, significa algo así como “colocarse por debajo” en términos militares, en el momento del despliegue físico de tropas en posición de batalla, por lo que los romanos le dieron sin dudarlo esa connotación jerárquica. A Roma le encantaba eso, qué le vamos a hacer. Sin embargo, puesto en contexto, el término se usa en varios pasajes en los que el apóstol Pablo habla de los apuros de las mujeres cristianas con sus maridos no cristianos, de cómo encarar mundo juntos y de cómo hablar de su fe a sus maridos griegos o romanos que las consideran una propiedad (este es el tema de las Cartas a los corintios) o en otros pasajes en los que habla de ponerse la armadura de Dios y resistir al diablo (como en las Cartas a los efesios). Hay que recordar esas cartas tenían como objetivo socavar el poder establecido, no fortalecerlo, y proponer con ello una igualdad radical en las relaciones humanas. No perdamos de vista que la mayoría de la población cristiana del siglo primero en Europa eran mujeres, muy probablemente porque la enseñanza de que todos somos uno en Cristo era más difícil de digerir para los hombres del imperio romano que para las mujeres. Las cartas a los corintios hablan de los esposos no cristianos como gente vulnerable, parcialmente sedada y atada a las creencias del pasado, como soldados presos del fuego enemigo. Puesto en contexto, es posible que “hupotossomai” haga a referencia a que una mujer, como esposa, se despliegue para apoyar a su marido frente a un enemigo.

“Hupakoe”, que sigue traduciéndose como “obedecer”, especialmente usado  en el Antiguo Testamento no para parejas, sino para criaturas, no significa “obedecer”, sino “abrir los oídos”; es decir, se insta a la juventud a escuchar y aprender, no a obedecer ciegamente. La explicación de esto, de nuevo, es el contexto. El término aparece en cartas en las que se urge a la población más joven a que abandone las costumbres de sus padres y a sus regímenes opresivos para vivir de una manera totalmente nueva y radical, lo que abre la puerta a una época de conflicto multigeneracional entre familias griegas. De tal manera, en esa carta se pide a los padres que no enfurezcan a su descendencia y a sus hijos que presten toda la atención posible cuando ese conflicto se desate.

Y así un largo etcétera. Los textos originales tienen muchos más matices que sus traducciones; no obstante les pasamos un rodillo por tratarlos como textos latinos en lugar de como lo que son, una colección de textos de origen hebreo y griego. Cuando traduces textos subversivos y radicales a la lengua del imperio da la casualidad de que de repente todos esos textos pasan a ser imperiales también. También nos pasa que los intentamos leer como si la gente que los escribió los escribiera ahora, con nuestro contexto, figuras retóricas y miedos culturales, cuando sus miedos y figuras eran totalmente diferentes a las actuales y las cosas que nos preocupan ahora en esa época les hubieran resultado indiferentes.

Lo cual me lleva a considerar el poder de la palabra escrita. Como escritor reconozco que no soy parcial y creo en el poder de la escritura. Sin embargo, cuando hablamos de un libro sagrado traducido, retraducido, maltraducido, construido, deconstruido y reconstruido durante 2000 o 2500 años (si queréis algo más reciente, fijaos en las constituciones de algunos países) es difícil no llegar a la conclusión de que el tratamiento que le demos a un simple término puede dar forma a sistemas políticos y culturales al completo. Da miedito.

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Desempeñar la masculinidad

Original por  Robert Kazandjian en Media Diversified, Performing Masculinity.

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Mi padre nos cuenta muy a menudo la historia de cuando vio por primera y última vez a su padre llorar. A principios de febrero de 1958, Armenag Kazandjian, de seis años, se encontraba sentado a la mesa de su familia en el piso del Cairo, disfrutando de un bol de Ful, un plato tradicional de la cocina egipcia. Mi abuelo, Vahe, bebía café aromático y leía el periódico. Mi padre recuerda ver al suyo dejar con pasmosa tranquilidad el periódico en la mesa y clavar su mirada a través de una ventana abierta mientras sus ojos se humedecían y las lágrimas comenzaban a a recorrer sus hirsutas mejillas. Mi padre quiso saber qué pasaba, y mi abuelo, con sus ojos fijos en la atestada calle, le explicó que los jugadores del Manchester United más brillante de todos los tiempos se habían matado en un accidente de avión en Alemania. «Chavales», exclamó, «chavales jovencísimos».

La familia de mi padre estaba acostumbrada a tragedias inmensas. Sus padres eran niños cuando sobrevivieron al genocidio armenio. Crecieron en hogares desgarrados física y psicológicamente, entre comunidades que luchaban por reconstruirse. La madre de Vahe, huida de los pogromos antiarmenios de Estambul de 1915, vivía con la angustia de no poder facilitar un espacio digno a la creciente familia de su hijo. Considerándose una carga, subío hasta el tejado de su bloque de apartamentos y se arrojó al vacío. Mi padre y su hermano se enteraron de la terrible noticia al volver del colegio; sin embargo, nadie recuerda ver llorar a mi abuelo. La sociedad armenia era, y aún hoy lo es, profundamente patriarcal. Los hombres que sobrevivieron al genocidio cargaron con el peso de la vergüenza del desplazado; creían haber fallado como protectores arquetípicos de su pueblo. Esta humillación pasó de padres a hijos y así cristalizó la decisión de demostrar a perpetuidad  nuesra fortaleza patriarcal. La respuesta estoica de mi padre a la muerte de mis abuelos es muestra clara de esta herencia perniciosa.

Es probable que debido a esto el único recuerdo que guardaba mi padre sobre la vulnerabilidad de mi abuelo tras el desastre de Múnich explique su conexión emocional con el Manchester United de fútbol. Y pese a haber nacido y crecido pared con pared junto al estadio del Tottenham, el deseo por emular a mi padre me hizo pasearme por los parques del norte de Londres con un prominente cuello alto como el de nuestro «Rey», Eric Cantona.

Ver los partidos del United por la tele con mi padre comenzó a ser un ritual. En la intimidad de nuestro estrecho salón me fijaba en su manera de actuar casi tanto como lo que ocurría en el campo. Si aplaudía uno de los pases de «quaterback» de Paul Ince, yo hacía lo propio. Si se levantaba del sofá para celebrar los goles de Andy Cole, yo también. Si se hartaba a lanzar insultos a la pantalla, yo los memorizaba, por raros que me resultaran y los repetía por lo bajini. Y si golpeaba brutalmente el puño contra la mesa del café de pura rabia, ahí que iba yo, esperando que mi padre no notara el dolor que casi se me escapaba por los ojos.

Y así aprendí a desempeñar mi masculinidad. A través del prisma que me otorgaba ver el fútbol con mi padre, entendí que lo que se esperaba de mi era tragarme la decepción y la tristeza, transformarla en ira y escupirla como la llama de un dragón. Al crecer, apliqué esta manera de entender la vida a todo y a todo el mundo de mi entorno: expulsiones del colegio, agujeros con la forma de mi puño en las puertas de los dormitorios, costillas rotas y narices quebradas dejaban de manifiesto mi compromiso con convertirme en un «hombre hecho y derecho». Aprendí que toda la infelicidad que sintiera debía enmascararla con pintura de guerra, lo que me condujo a un camino de destrucción. Solo a través de la lectura y escritura en los últimos años de mi adolescencia comencé a desmontar mis tóxicas ideas en torno a la masculinidad.

Ya en la universidad, volvía a casa regularmente para mantener viva la tradición de ver al Manchester United con mi padre. Compartir ese tiempo con él viendo un partido se había convertido en algo altamente sentimental para mí, algo que creía recíproco. Este sentimentalismo se hacía astillas muy a menudo cuando regresaba a casa y le encontraba dejándose hasta los últimos cuartos en apuestas. También me invadía la tristeza cuando oía a su coche detenerse fuera mediada la segunda mitad. A pesar de estar desarrollando la necesidad reconocer de manera honesta mis emociones, sentía pánico ante la posibilidad de mantener una conversación sentimental con mi padre,  por lo que prefería volver a optar por la rabia, algo que me era mucho más familiar.

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El día en el que le diagnosticaron cáncer a mi hermano,  no acudí a mi familia para buscar esa tranquilidad que todos y todas necesitábamos, opté por ir al gimnasio a levantar peso. Tan decidido me encontraba a ser «fuerte», que elegí la expresión más literal. Me decidí por presas de banco y peso muerto en lugar de mostrarme abiertamente vulnerable y mostrar mis miedos a la gente de mi entorno más cercano. Y ahora me toca vivir con ese vergonzoso recuerdo.

La construcción patriarcal de la masculinidad es algo muy real, y es algo que nos desguaza por dentro. Nos condiciona para rechazar las respuestas genuinas al dolor que  nosotros mismos experimentamos y al dolor que sufren las personas de nuestro entorno. Al bloquear cualquier expresión sana de nuestros sentimientos, exteriorizamos en primer lugar nuestro dolor agrediendo y violentando a otras personas, especialmente mujeres, aunque posteriormente ese dolor también se vuelva contra nosotros. Todo esto resulta en nuestras parejas temblando por la intensidad con la que alzamos la voz, o en nuestros hijos imitando nuestras conductas y en nuestras hijas condicionadas a aceptar nuestros abyectos comportamientos como algo corriente. Algo que resulta en enviar fotos de pollas sin consentimiento, en insultar a una mujer a la cara tras haber rechazado esta nuestras agresivas proposiciones. Algo que resulta en no ver nada de malo en emborracharnos hasta caer inconscientes o en un «eso para mí no es violar». Toda esa crueldad y resentimiento se encuentran arraigados en nuestra genuina y primigenia decisión de desplegar de la manera más concisa nuestra «fortaleza» mientras abandonamos los poderes terapéuticos que conlleva asumir nuestra denominada «vulnerabilidad».

Hoy, el disfrute de los partidos del United con mi padre se ha visto enturbiado por la aflicción. No se encuentra bien, su memoria a corto plazo se le escapa como vapor por una ventana. En un par de días, le cuesta recordar los detalles de los partidos más apasionantes. En verano, el equipo que ambos amamos fichó al capitán y al máximo goleador histórico de Armenia, Henrik Mkhitaryan, algo que nos llenó de euforia. El domingo pasado, en Old Trafford, Mkhitaryan corrió a por un balón dividido, se lanzó un autopase y disparó hacia la portería del Tottenham, alojando el balón en las mallas, convirtiéndose así en e l primer armenio en anotar un gol en la Premier. Lloré. Miré a mi izquierda y mi padre lloraba también, sin ningún rubor. Puede que derramáramos lágrimas porque ser armenio es algo oscuro y desconocido, algo que requiere de explicaciones y mapas y que, sin embargo, ese día la norma no se cumplió. Quizá lloramos porque el gol de Henrick Mkhitaryan representaba el símbolo de nuestra supervivencia y crecimiento tras el genocidio, en un mundo en el que nuestros opresores deseaban nuestra desaparición. Puede que mi padre pensara en el Cairo y en ese plato de ful, y en las lágrimas de su padre. Quizá lloré porque sabía que pronto no recordaría jamás ese momento.

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Desmontando la machicharla y otras formas de discurso privilegiado.

Del original de R. Nithya en Everyday Feminism, Breaking Down the Problem of Mansplaining (and Other Ways of Privileged Explaining).

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Muchas veces doy gracias al feminismo por términos que muestran de manera nítida las experiencias diarias que me atormentan y que muchas veces o pasamos por alto o nos resultan muy complicadas de definir.

Os hablo de esa situación exasperante en la que un tipo empieza a darme la charlita en tono paternalista, dando por hecho que yo no voy a tener ni idea del asunto porque soy una mujer.

Lo habéis adivinado, es la consabida machicharla, del término en inglés mansplaining, mezcla de man (hombre) y explain (explicar).

Como no creo que sepas la diferencia entre analógico y digital, déjame que te lo explique. Analógico es…

¿Pero sabes lo que es un fuera de juego?

Para copiar, «Control C».

El término machicharla me ha ahorrado un montón de frustración. ¡Por fin un nombre para este nefasto fenómeno social! Por fin me di cuenta de que no era la única, de que muchas mujeres eran víctimas del mismo problema, de este mismo comportamiento por parte de los hombres.

Fue todo un alivio enterarme de que no era la única mujer que me había dado cuenta de esta forma tan sutil de opresión y de que, además, muchas otras mujeres ya debatían sobre esto.

Sigamos.

Definición de machicharla (y de otras formas de discurso privilegiado)

Como existen multitud de privilegios, también existen multitud de discursos privilegiados.  Os presento aquí algunos de los más comunes y las situaciones en las que afloran.

La machicharla es el fenómeno o comportamiento social por el cual un hombre, de manera paternalista, le da a una mujer una explicación sobre algo sencillo, asumiendo que ella seguramente lo desconocerá por el hecho de ser una mujer.

Por ejemplo, aquellos tipos que, sin que se lo hayan solicitado, dan consejo a una mujer sobre cómo cambiar un neumático o que se ven con la potestad de explicarnos las normas de cualquier deporte supuestamente «para tíos». A menos que os hayamos pedido ayuda explícita para cambiar el neumático o hayan mostrado interés en aprender más sobre tal deporte, no deis por hecho que no vamos a saber nada sobre ello. El hecho es que muchos tipos lo hacen, porque «¡joder, es una mujer!».

La machicharla también puede adoptar la forma de un tipo dándole la charla a una mujer sobre lo de que «el piropeo es un cumplido» o sobre lo que es el feminismo o por lo que debería luchar.

Su característica más notoria es un tipo ignorando o invalidando las experiencias vitales de mujeres que ellos nunca tendrán que experimentar.

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Por otro lado, la racicharla se caracteriza por una persona blanca diciéndole a otra persona no blanca que está interpretando mal su comentario racista. Poco importa si tu comentario tenía ánimo de parecerse a un chiste o estabas citando a otra persona. Si tal persona no blanca te reprende, no eres quien para echar balones fuera.

La racicharla también puede adoptar la forma de una persona blanca dando la charla a una persona no blanca sobre su propia cultura. En el mejor de los casos da vergüenza ajena, en el peor, estás invisibilizando la experiencia de tu interlocutor. En cualquier caso, evítalo.

No nos olvidemos de la heterocharla, la clásica parrafada de aquella persona hetero que, condescendientemente, le da la tabarra o incluso le emite su opinión a alguien sexodivergente sobre, por ejemplo, la posibilidad de decantarte por una identidad no heterosexual u otra como posición política.

A menos que seas sexodivergente, no eres quien para darle la charla sobre su propia identidad, especialmente a alguien que sí lo es.

También existe la cischarla, o cuando esa persona cis empieza a decir que piensa que «si el género binario es ficticio, las identidades trans no tienen razón de ser». ¿Quién te ha dicho que te bases en conjeturas para anular la identidad de alguien?

En resumen: si como persona privilegiada te dedicas a dar la charla respecto a lo más profundo de la opresión de tal o cual grupo oprimido, seguramente estarás haciendo uso de un discurso privilegiado. No sigas por ahí.

El origen del discurso privilegiado.

El percatarse de algo tan abstracto como el fenónemo del discurso privilegiado nos lleva a la siguiente pregunta: ¿cómo ha llegado esto a convertirse en un problema tan grande?

Reducido al mínimo común, el discurso privilegiado debe su existencia a la dicotomía privilegio/opresión presente en nuestra sociedad.

Por ejemplo, el privilegio masculino permite a los hombres interrumpir, dominar y llevar la iniciativa; así que adivináis de donde viene la machicharla, ¿no? ¡Sorpresa! Del privilegio masculino.

El privilegio masculino es un pilar fundamental del patriarcado, en sí mismo un elemento más del kyriarcado. El kyriarcado, en nuestra sociedad, es el garante de que aquellos grupos privilegiados continúen siéndolo y perpetúen su beneficio a costa de la opresión sobre otros grupos.

De esta manera, el discurso privilegiado es algo más que una explicación inofensiva de un interlocutor de una determinada identidad a una oyente de otra; es un claro reflejo del poder institucionalizado y la jerarquía del privilegio a nivel individual.

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También tenemos que tener en cuenta que poder y privilegio cambian según contexto. Estamos formados por varias identidades, y como tal, podemos vernos oprimidos según en qué situaciones y con qué identidades nos veamos implicados y disfrutar de privilegio en otras.

Pongamos por ejemplo a una mujer blanca. Como mujer, puede verse en el lugar paciente de la opresión cuando un tipo le da la machicharla. Por otro lado y al mismo tiempo, puede estar cometiendo racicharla cuando interactúa con personas de otras etnias.

Otro ejemplo: un hombre cis con rasgos del sudeste asiático puede verse sometido a racicharla cuando su interlocutora es una mujer blanca y, a su vez, estar poniendo en práctica la cischarla.

No nos olvidemos de tener en cuenta de que la opresión a la que estamos sometidas en un campo no elimina el privilegio del que hacemos uso en otros.

Cómo evitar el discurso privilegiado

Muy bien, ya hemos visto lo horrendo que es el discurso privilegiado; es opresivo, juega en la liga del kyriarcado y pasa por alto la experiencia de aquellas personas en situación de marginalidad. Y claro, quieres dejar de hacerlo. ¡Genial! ¿Pero ahora cómo llevamos a cabo este cambio en nuestro comportamiento?

  1. Saber cuándo abrir la boca

Puede resultar difícil encajar que lo que puedas aportar no importa mucho dentro de círculos feministas, especialmente si eres alguien nuevo en esto del feminismo y mucho más especialmente si tienes la costumbre de moverte dentro del privilegio.

Sin embargo, el feminismo no busca excluir a las personas con privilegio, lo que busca es alzar la voz de las personas que carecen de él. Y si no revisas tus privilegios y en vez de eso boicoteas el debate feminista lanzando comentarios aleatorios e ininteligibles, flaco favor le estás haciendo.

La importancia de la labor de la gente privilegiada está en el proselitismo dentro de aquellos espacios vetados a personas de grupos no privilegiados.

Por poner otro ejemplo, los argumentos de alguien leído como hombre contra los chistes de violaciones serán más efectivos en tu grupo de tíos de confianza (léase bar de abajo o vestuario deportivo) que en una conversación entre su novia y otras mujeres.

  1. Tengo en cuenta las vivencias de otras personas

El privilegio blanco viene acompañado de aquella consideración subconsciente por la que pensamos que nuestras vivencias nos dan legitimidad para hablar de cualquier materia, incluyendo las luchas ajenas.

Los privilegios sociales inherentes a determinadas categorías identitarias, como sexo (macho/masculino) o etnia (blanco), nos condicionan para que creamos que nuestra vivencia es normal, normativa y universal, que, de algún modo, las mismas otorgan más legitimidad a nuestros argumentos.

Y ojo, que no es una puya, no eres responsable de los privilegios sociales que recaen sobre tal o cual parte de tu identidad, pero sí es tu obligación revisarlos.

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Es de vital importancia que prestemos atención a la gente que decide compartir con nosotros sus vivencias. Seguramente son experiencias que nunca vamos a conocer en nuestro pellejo, y el único camino para hacerlo es escucharlas de aquella gente que las experimenta personalmente.

  1. Abandona las suposiciones

Mucha gente se pone a la defensiva cuando se la reprende por estar haciendo uso del discurso privilegiado porque es su cabeza solo consideran que están intentando ayudar, aun cuando nadie le ha solicitado tal ayuda.

No está mal creer que somos expertas en tal materia, como tampoco lo es querer mostrar nuestro conocimiento a gente interesada en el ámbito. Lo que está mal es suponer que tu interlocutora no tiene ni idea de lo que le estás hablando, o peor, que es demasiado ignorante como para saberlo.

Presta atención a las suposiciones con respecto a lo que sabe o no otra gente y trata de eliminarlas.

  1. Presta atención

Ahora que ya vas aprendiendo más sobre patrones de comportamiento condescendientes, haz por ubicarlos en tu vida diaria.

Empieza por identificar ese comportamiento en otras personas. ¿Acabas de ver cómo ese compañero tuyo hombre acaba de revisar de nuevo el problema que su compañera mujer ya había solucionado? ¿Te acabas de dar cuenta de que ese comportamiento tiene su origen en una mezcla de sexismo y machicharla? Si la respuesta es sí, un 10 en atención.

Una vez que has ubicado este comportamiento en tu entorno, presta más atención al que practicas tú.

Si te encuentras en una situación en la que dudas sobre si podías estar haciendo uso del discurso privilegiado, hazte la pregunta: ¿dirías lo mismo si tu interlocutora tuviera los mismos privilegios que tú?

Discúlpate cuando metas la pata. Te hará comprender mejor lo que aún necesitas cambiar de ti misma y estarás viviendo tu vida de una manera más feminista.

***

Si queremos poner en práctica el feminismo de tal manera que dignifiquemos todo tipo de identidades, repensemos y reestructuremos los cánones de nuestra sociedad.

Una manera de conseguir esto es denunciando los cánones normativos ajenos y redefiniendo nuestros patrones de comportamiento para impulsar nuestras relaciones sociales y nuestra experiencia.

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Binarismo de género

Del original en la wiki de Social JusticeGender Binary.

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Si no se nos asignara forzosamente un género…[1]

«No pertenezco a ningún género. Es decir, científicamente pertenecemos a múltiples géneros, pero es imposible de decir. Algunas de nosotras pueden criar hijas más fácilmente que otras, algunas tenemos más masa muscular, nuestros órganos sexuales que varían en tamaño y efectividad, algunas tenemos más estrógenos, otras más testosterona, etc. Nuestras características psíquicas y de comportamiento son el resultado de todo lo anterior, junto a nuestra experiencia vital,  y clasificarlas así es simplista. Cada persona pertenece a su propio y único género ¿en tu raza no pasa lo mismo?»

El binarismo de género es aquella construcción social que categoriza de manera dicotómica las actividades, comportamientos, emociones, modales y anatomía humanos en masculino y femenino. Es uno de los principales pilares del patriarcado.

El binarismo defiende que solo existen dos géneros, masculino y femenino, y dos tipos de ser humano, varón y hembra. Se suele añadir el corolario de que el género puede diagnosticarse mediante observación externa, no mediante autoidentificación, y en frontal oposición a la misma.

Esta estricta división de la vivencia humana en dos ámbitos de género mutuamente excluyentes es una falacia que no se sostiene mediante ningún argumento científico. A pesar de ello, a todas las personas se nos asigna un género al nacer, por mediación de ascendientes, personal médico o cultura. Lo que determina una asignación u otra es, en la mayoría de los casos, la presencia de un pene o de una vagina. Si un recién nacido es intersexual, se le será diagnosticada una patología prácticamente sin excepción, y se le someterá a cirugía para que sus órganos reproductivos se asemejen más a los de un extremo u otro del espectro.

Detalles históricos

Este  concepto tiene su origen en la invención patriarcal de la normalidad de género durante la época moderna, en el marco de las grandes colonizaciones, un hecho reciente históricamente. En las sociedades modernas, el poder institucional ha intentando por todos los medios reforzar el binarismo de género a expensas del sufrimiento, dolor y de las mismas vidas de personas transgénero, intersexuales y no binarias.

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Diadismo

Ver artículo principal de este tema: Diadismo.

Los genitales de las personas intersexuales, al nacer, no se asemejan a las ideas sociales preconcebidas sobre a qué debe parecerse un cuerpo leído como masculino y otro leído como femenino. Debido a este hecho, estas personas son obligadas a someter sus genitales a intervenciones quirúrgicas hasta que su forma y tamaño comienzan a asemejarse a lo que propugnan esas ideas. A las personas intersexuales, al igual que al resto, se les asigna forzosamente un género; sin embargo y en su caso particular, esta asignación (normalmente basada en la forma de sus genitales) solo puede llevarse a cabo si se pone en práctica una intervención quirúrgica.

Esta normalización genital forzosa y violenta es un efecto más del binarismo de género, uno especialmente despiadado. Cuando la lógica binaria se extiende a nuestra anatomía, (hecho conocido como diadismo (dyadism)), la vida de muchas de estas personas se ve afectada perjudicialmente por la denominada cirugía genital correctiva o normalizadora, que, junto al  tratamiento hormonal forzoso que esta conlleva, acaba en muchas ocasiones despojándoles de su capacidad para el disfrute sexual.

En ocasiones, a algunos niños intersexuales (nacidos con penes pequeños o con los testículos sin descender) se les ha sometido a intervenciones genitales durante su infancia en base a la consideración de que, como hombres, un pene pequeño podría ocasionarles infelicidad, pero que, sin embargo, lo tenían todo para ser felices como mujeres: «agujeros lo suficientemente grandes como para albergar un pene adulto de tamaño medio.» (La cita proviene de uno tantos artículos médicos que me leí para mi Proyecto de Fin de Carrerea en la Universidad de Berkeley.). A pesar de haber sido sometidos a castración a cambio de un par de enormes pechos obtenidos gracias a medicación estrogénica, se sintieron varones durante todas sus vidas. Muy tristemente, los propios médicos les dijeron a sus padres que negaran  rotundamente la existencia de la intervención para que las modificaciones sexuales surtieran efecto, psicológicamente hablando. Nunca lo hicieron; durante toda su vida sufrieron trastornos psicológicos y cargaron con la sensación de haber sido profundamente traicionados por sus padres.

Por otro lado, a algunas mujeres que, como yo, que nacieron con grandes clítoris, se les fue extirpado o se les redujo mediante sesiones de cirugía cuyos efectos, según afirmaciones rotundas del personal médico, no influirían negativamente en su sensibilidad sexual. Jamás se me olvidará la historia que me contó una de las víctimas de esta operación. Habló sobre lo complicado que le había resultado siempre mantener relaciones sexuales con hombres debido a su falta de estimulación sexual, pero que si se sentaba en el suelo y ponía en contacto su área genital con un tacón o su propio pie, tras más o menos diez minutos, comenzaba a sentir cierto tipo de excitación, la cual se preguntaba si sería similar a la que experimentaban otras mujeres en fases de excitación sexual. Todavía me entristezco cuando pienso cómo a esta mujer le fue arrebatada una vida de placer e intimidad tan solo porque alguien consideró que su clítoris no era lo suficientemente femenino. [3]

Ver también

Enlances externos

Referencias

  1. Jump up↑Alien Contact – A Comic on Gender Roles
  2. Jump up↑Lugones, Maria (2007). Heterosexualism and the Colonial / Modern Gender System Hypatia, Volumen 22, Número 1, Invierno 2007, pp. 186-209 | 10.1353/hyp.2006.0067.
  3. Jump up↑Dispelling The Myths: My Experience Growing Up Intersex and Au Naturel, de Hida Viloria

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Mitos y realidades sobre las mujeres musulmanas

Del original de Ruby Hamad en Daily Life The most common myths about muslim women and why they are wrongtraducido por Tina Mita ❤ y corregido por Demonio Blanco.

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La percepción occidental de las mujeres musulmanas es a menudo contradictoria. A pesar de que se las compadece por considerarlas víctimas de opresión, las mujeres musulmanas  también tienen que soportar el resentimiento contra lo islámico. La semana pasada, dos mujeres australianas y musulmanas, Randa Abdel-Fattah y Anne Azza-Aly, en el programa de debate Q&A del medio ABC de Australia  destruyeron muy atinadamente muchos de los mitos y visiones distorsionadas que contaminan el ámbito del Islam y del terrorismo. Como respuesta a la creciente tensión tras las «redadas del terror» en el país, pedí ayuda a Randa,  abogada que se encuentra actualmente trabajando en su doctorado, y de Anne,  investigadora especializada en lucha antiterrorista, con el fin de desmantelar algunos de los mitos más comunes relativos a las mujeres musulmanas.

Mito: Las mujeres musulmanas están oprimidas

El supuesto que todas las mujeres musulmanas se encuentran oprimidas tiene su origen, principalmente, en los requerimientos islámicos de vestimenta (hijab). Mientras que el Corán exige tanto a hombres como a mujeres vestir «modestamente», en la práctica es principalmente la indumentaria femenina la que está sometida a escrutinio, y sus múltiples denominaciones dan lugar a interpretaciones encontradas con respecto a su propio significado. Mientras que las mujeres pertenecientes a la pequeña secta alauita abandonaron todos los tipos de hijab ya en los años sesenta, en el Islam suní (dentro del cual se encuentra el Salafismo, el más estricto en su interpretación), se inauguró una tendencia hacia una vestimenta más conservadora, por la cual cada vez más mujeres comenzaron a cubrirse la cara y el pelo.

Por supuesto, cualquier mujer que es forzada, ya sea por el Estado o por su propia familia, a llevar  burqa o cualquier tipo de pañuelo en la cabeza, está siendo víctima de opresión. No obstante, muchas mujeres musulmanas eligen llevar velo por voluntad propia, y que esta elección sea solo potestad de mujeres nos lleva a  cuestionar legítimamente si tal elección puede ser realmente libre. Sin embargo, Randa advierte que «todas estamos sujetas a la influencia de ciertas normas y expectativas sobre maneras de vestir, de comportamiento, de expresión… Creo que muy pocas decisiones son realmente «libres», ya sea a la hora de llevar el hijab o no, tanto si somos religiosas como si no.»

En otras palabras, todas nuestras decisiones se encuentran coaccionadas por la sociedad patriarcal en la que vivimos. La impresión de que todas las mujeres musulmanas se encuentran subyugadas está vinculada a la errónea convicción de que la liberación de las mujeres en occidente ya se ha conseguido. Sin embargo, la idea de que los cuerpos femeninos existen básicamente para ser objetos sexuales está  afianzada tanto en Occidente como en las sociedades musulmanas, ya que a las musulmanas se las empuja a ocultar su sexualidad mientras que a las occidentales se las anima a explotarla.

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La abolición de estos sistemas de opresión no pasa por algo  tan sencillo como prohibir un tipo determinado de vestuario. Así como las mujeres occidentales se hicieron ellas mismas con las riendas de su propia liberación,  otro tanto deben hacer las mujeres musulmanas que se sientan constreñidas por su cultura. Anne defiende que una de las maneras por las que las musulmanas pueden ejercer su descontento puede ser «abriendo un debate sobre el niqab (burqa) al margen de cuestiones de derechos y apariencias y llevado al terreno del simbolismo político y de las interpretaciones religiosas». Irónicamente, cuanto más se obsesiona Occidente con el burqa y más intenta dictar cómo deberían vestirse las musulmanas, más musulmanas son excluidas del debate.

Mito: Las mujeres musulmanas o son analfabetas o lo parecen.

Las personas que pudieron presenciar el programa de las semana pasada habrán podido comprobar como Randa y Anne son un ejemplo de cuán erróneo es este mito, sin embargo, la propia hostilidad en algunas naciones musulmanas hacia la educación de mujeres alienta la percepción de que el propio Islam desaprueba la educación femenina.

«Es ridículo que en la mayoría de países musulmanes hayan olvidado u optado por ignorar la rica historia de jurisprudencia islámica, que han protagonizado  un montón de maravillosas mujeres musulmanas», dice Randa, «Existe una enorme brecha entre la doctrina Islámica, nuestra historia y lo que actualmente percibimos».

Un hecho verídico es que la primera universidad del mundo la fundó una mujer musulmana en el siglo IX, y hoy en día las mujeres musulmanas trabajan sin descanso para asegurarse acceso a la educación. Una de ellas es Malala Yousafzai, pero también hay otras,  como Sakeena Yacoobi, fundadora del Instituto Afgano de Enseñanza, que empezó educando a niñas en la clandestinidad durante el gobierno talibán en ese país en los años noventa.

La triste verdad es que existen fundamentalistas misóginos que niegan la educación tanto a mujeres como a algunos hombres simplemente porque eso facilita su opresión. Sin embargo, la doctrina islámica no solo condena este hecho, sino que se opone sistemáticamente al mismo: las primeras palabras del Corán rezan «Lee. Lee en el nombre del Señor.»

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Mito: Las mujeres musulmanas constituyen un riesgo para la seguridad nacional.

En Australia, cuando el senador del Partido Liberal Australiano, de centro derecha, Cory Bernardi se apoyó en los recientes «terror raids» (redadas del terror) para, de nuevo, pedir la prohibición del burqa, la senadora Jacqui Lambie, del partido PUP  (Palmer United Party, denominado así por su fundador, el magnate de la minería Clive Palmer),  conservador, no dudó en unirse rápidamente a la propuesta, coincidiendo ambos en que el velo representa un riesgo para la seguridad del país.

Anne nos dice que mientras en algunos países árabes se ha prohibido el burqa por razones de seguridad, en Australia «no se han registrado incidencias que justifiquen ese nivel de preocupación». Es más, «existen fatwas (decretos religiosos) que dictaminan que el niqab (burqa) debe ser eliminado en circunstancias que requieran identificación con fines médicos o de seguridad. Así que ya existe una  manera de mitigar los riesgos que puede provocar el uso de indumentaria que cubre el rostro respetando a la vez sentimientos religiosos».

El punto al que quiero llegar es que no hay razón para responsabilizar a mujeres de actos terroristas perpetrados principalmente por hombres. «No hay pruebas de la relación entre el terrorismo y el niqab,» dice Anne, «realmente no existe ese problema.»

Mito: Las mujeres musulmanas se encuentran un escalón por debajo de los hombres.

Crecí en una casa donde de costumbres alauitas, donde mis hermanos recibían un trato preferente. Sin embargo, también recuerdo las razones (o excusas) dadas por mis padres tenían más relación con el estatus o la reputación que con la religión, y ahí surgía la clásica comidilla: «¡Pero no podemos dejarte salir! ¿Qué dirá la gente?!»

La línea que separa cultura y religión es muy estrecha. Mi amiga Sofía, profesora universitaria, dice que la religión es cultura, y que analizar ambas como fenómenos separados no esclarece nada. Las sociedades humanas moldean y modifican la religión según sus peculiaridades y prácticas (lo cual es, efectivamente, lo que observamos en grupos terroristas modernos).

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Esto no modifica el hecho de que el trato detestable hacia las mujeres en muchas sociedades musulmanas no concuerda ni con la historia del Islam ni con la palabra del Corán. Mientras que mi visión del Islam parte desde una visión más secular que espiritual, para Randa cada día representa «una constante lucha para conciliar mi profunda convicción y devoción por la fe Islámica y las enfermizas noticias de abusos a mujeres en nombre de mi fe».

No obstante, añade, «no creo ni por un momento que la opresión y brutalidad dirigida contra mujeres parta de sinceras creencias religiosas. La opresión de la mujer es esencialmente una cuestión de ansia de poder y dominación sobre las mujeres, y puede manifestarse desde un ataque a niñas que buscan educación en Afganistán o el trato de segunda a las mujeres en Arabia Saudí».

A pesar de todas sus diferencias, las bases de las sociedades musulmanas y las sociedades occidentales son fundamentalmente las mismas, ya que las dos se han construido bajo el precario pilar patriarcal. Por mucho que nos guste culpar a la religión de todos los males del mundo, la verdad es que mucho de lo que consideramos represión religiosa es en realidad misoginia cultural.

Con respecto a esto último, os dejo con la palabra de Randa, quien hace un llamamiento por «una especie de cirugía radical en los países musulmanes con el fin de eliminar la fístula putrefacta y enfermiza del patriarcado, que amenaza con definir a la mitad de la población como órganos sexuales andantes… Esto conllevaría la promoción de argumentos teológicos fundamentados que empoderasen a las mujeres para así conseguir tomar decisiones dignas basándose en su propia tradición religiosa.»

Amén.

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El patriarcado no está solo: el kyriarcado 101.

Del orignal de Sian Ferguson en Everyday FeminismKyriarchy 101: We’re not just fighting the patriarchy anymore.

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Si estás familiarizada con el feminismo, seguramente conocerás el término patriarcado, el orden social que otorga privilegio a los cuerpos leídos como hombre y oprime a aquellos leídos como mujer. Es un término muy útil para dar nombre a la institucionalización del privilegio masculino.

Sin embargo, el feminismo ha evolucionado, su preocupación ya no es únicamente el privilegio masculino.

Ahora tenemos en cuenta, por suerte y muy acertadamente, los privilegios y opresiones de los que disfrutamos o sufrimos todas las personas.

El feminismo interseccional, término creado en 1989 por Kimberlé Crenshaw, catedrática de la Universidad de California especializada en temas de género y etnia, lucha contra el orden social que otorga privilegio y oprime a la gente en términos de étnica, género, lengua, clase social, orientación sexual, funcionalidad, cultura, etc.

El feminismo interseccional defiende que la opresión puede afectarnos a partir de diferentes formas. Alguien no es víctima de opresión o goza de privilegio de manera excluyente; todas podemos ser opresoras y privilegiadas al mismo tiempo debido a múltiples caras de nuestra identidad.

Por ejemplo, alguien puede gozar de privilegio por el hecho de ser cisgénero, blanca, delgada y a la vez estar oprimida por ser homosexual, funciodiversa y habérsele asignado mujer al nacer.

No hay duda de que necesitamos un término nuevo para describir el complejo orden social que mantiene el statu quo de unas opresiones vinculadas interseccionalmente. Kyriarcado es una palabra excelente para esto; se encuentra más acorde con el feminismo interseccional y reduce los problemas que sí causa la palabra patriarcado.

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El término kyriarcado (kyriarchy) aparece por primera vez en el libro de Elisabeth Schussler Fiorenza, Wisdom Ways: Introducing Feminist Biblical Interpretation (Alcanzando el conocimiento: Introducción a una interpretación feminista de la Biblia), publicado en 2001. En su glosario, el kyriarcado aparece definido como:

«un neologismo derivado de las palabras griegas “señor” o “amo” (kyrios) y “gobernar o controlar” (archein) que busca redefinir la categoría analítica del patriarcado en términos de estructuras múltiples e interseccionales de dominación. El kyriarcado, explicado en mejores términos teoréticos, es un complejo sistema piramidal formado por múltiples estructuras de superioridad jerárquica y subordinación, de dominación y opresión, vinculadas interseccionalmente.»

En otras palabras, el kyriarcado es un sistema social que mantiene el statu quo de unas opresiones vinculadas interseccionalmente.

En el glosario del mismo libro, la autora remarca que «la idoneidad teorética del patriarcado zozobra porque, por poner un ejemplo, los hombres negros no ejercen dominación sobre hombres y mujeres blancas».

No puede tener más razón.

Si seguimos el hilo del ejemplo anterior, pongámonos en la siguiente situación: imaginémonos a dos personas, una es una mujer blanca, cisgénero, heterosexual y normativamente funcional. La teoría del patriarcado nos diría que la mujer es la  oprimida mientras que el hombre es el privilegiado.

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No hay duda:  la mujer se encontrará oprimida por el hecho de ser mujer y que el hombre ostentará ciertas formas del privilegio masculino. Sin embargo, no es así de sencillo.

En esta situación, el hombre carecería de poder o privilegio económico, social y político sobre la mujer. Si asumimos que el hombre ejerce dominación y que la mujer sufre opresión sin tener en cuenta ningún otro factor estaremos eliminando el resto de facetas de su identidad.

No quiero decir con esto que el privilegio masculino no se aplique en absoluto en determinados contextos, lo que quiero decir es que la ostentación del privilegio masculino es dinámica y depende de otras identidades.

Utilidades del kyriarcado en el feminismo interseccional

La opresión no solo es discriminación, también es sufrir represión institucional y sistemática.

Por ejemplo, la opresión basada en términos de género no solo se limita a alguien que hace un chiste sobre que las mujeres no deberían salir de la cocina, es que a las mujeres se les haya negado el mismo acceso durante siglos a la educación, al mercado laboral, a un salario ecuánime, a servicios de salud reproductiva y a igualdad ante la ley.

También lo es es la violencia de género que sistemáticamente sufren las mujeres.

También lo son las instituciones como los medios de comunicación, los sistemas educativos, la política, la legislación y los grupos publicitarios, que conciben a las mujeres como seres débiles, excesivamente emocionales, carentes de libido, irracionales y superficiales.

Tambien lo es el reforzamiento de los estereotipos de todos los sexos que fomentan estas instituciones.

También lo es extender entre la gente el mensaje social de que un género es superior mientras que los demás se encuentran por debajo. Es la represión social, política y económica de las mujeres.

La opresión no se limita a incidentes aislados, es un cúmulo de incidentes, costumbres, culturas y tradiciones que refuerzan la dominación de un grupo sobre otro.

Los movimientos de liberación que se precien consideraran la opresión como sistemática. Estos movimientos tienen en cuenta que la opresión solo puede erradicarse mediante un cambio radical y holístico.

Por todo esto, necesitamos denominar la institucionalización de las opresiones; algo que las feministas tradicionalmente han denominado patriarcado.

El feminismo institucional se ha preocupado por lo general y únicamente por la desigualdad de género; sin embargo, el feminismo interseccional tiene como objetivo luchar contra todas las formas de desigualdad. El término kyriarcado tiene ahora más sentido al adecuarse en mayor medida al feminismo interseccional.

  1. Reconoce que la opresión en términos de género no es la única opresión que existe.

Nunca alcanzaremos la igualdad si solo nos ceñimos al sexismo. El sexismo no es el principio y el fin de la desigualdad, así que ¿por qué considerar que el sistema únicamente sostiene la desigualdad de género?

En oposición al término patriarcado, que solo abarca el sexismo institucionalizado, el kyriarcado abarca todas las formas de desigualdad.

Para alcanzar una igualdad plena y certera, tenemos que enfrentarnos a la opresión sistemática de todos los grupos sociales.

  1. Reconoce que una persona puede a la vez beneficiarse y estar oprimida por el sistema.

Sufro opresión por el hecho de habérseme asignado mujer al nacer; sin embargo, ostento privilegio por el hecho de ser blanca. Sufro opresión y ostento privilegio a la vez, y puedo enfrentarme a la opresión que se me aplica mientras perpetúo la ajena. El concepto de kyriarcado nos dice que podemos a la vez ostentar privilegio y sufrir opresión. También nos recuerda que, al existir diferentes tipos de opresión, podemos luchar contra una forma de la misma mientras perpetuamos otra.

Es este un hecho que particularmente ha tenido lugar en los movimientos mayoritarios a favor de los derechos de los homosexuales. Estos movimientos han excluido sistemáticamente a personas trans*, intersexuales y polisexuales. La lucha por los derechos de los homosexuales en Sudáfrica tiene un historial de exclusión sistemática de personas no blancas y de personas de clases bajas. También le ocurre al feminismo institucional: ha dejado fuera tradicionalmente a las personas trans* y a las mujeres no blancas.

En ambos casos, la lucha de ambos movimientos se ha concentrado en la opresión de un grupo de gente mientras que a los demás les ha dejado que se los coman los leones, por decirlo mal y pronto. He aquí la demostración de que un movimiento puede a la vez luchar contra una opresión y al mismo tiempo, ejercerla.

Un grupo de personas puede estar luchando contra una forma de opresión mientras hace uso de sus privilegios para oprimir a otras. Podemos ser víctimas y agresoras al mismo tiempo.

La interseccionalidad nos recuerda lo limitado de luchar solo contra una forma de opresión.

Debemos ser lo más inclusivas posibles si de verdad queremos hacer frente a la desigualdad. Repito de nuevo; por estas razones no basta con que nos enfrentemos a una forma de opresión sistemática, el patriarcado, sino a todas las formas de opresión, el kyriarcado.

  1. Podría explicar por qué muchas oprimidas son cómplices de su propia opresión.

Nadie es exclusivamente agresor o víctima en el kyriarcado.

Como he explicado antes, la mayoría de la gente ocupa las dos categorías; la mayoría de grupos sociales se caracterizan por contener en su seno a miembros con poder sobre otros grupos sociales.

Hay gente que no desea enfrentarse a las estructuras sociales que las oprimen, principalmente porque saben que enfrentarse a esas estructuras les obligará a cuestionarse y a perder el poder sobre otros grupos. En palabras de Lisa Factora-Borchers:

Cuando nos ponemos a analizar el kyriarcado, descubrimos que hay vida más allá de los hombres ricos, de clase alta, blancos y cristianos, que, personalmente. a mí no me parecen los más peligrosos. Hay un mogollón de gente en los escalones inferiores de la pirámide con mayor interés en perpetuar su lugar en el sistema que en ponerlo todo patas arriba.

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Esta gente de la que habla la autora, es aquella gente de clase media-baja saturada de trabajo que se opone a la renta básica para las personas sin recursos. Esta gente también son las mujeres cishetero que huyen del feminismo considerándolo un movimiento solo para lesbianas y trans.

No sé si será por avaricia o por pura supervivencia, pero la gente tendemos a adherirnos al mismo sistema que nos escupe día a día.

  1. Coloca en el mapa a las personas no binarias.

El concepto de patriarcado siempre se ha caracterizado por una concepción binarista del género. Viene a decir que o se es hombre, privilegiado, o mujer, oprimida.

Sí, sistemáticamente, los hombres ostentan privilegio frente a las mujeres; sin embargo, ¿qué pasa con la gente que no se identifica como ninguno de los dos géneros binarios (genderqueer)? El concepto de patriarcado no tiene en cuenta que las mujeres cisgénero ostentan privilegio frente a la gente no binaria.

El kyriarcado, por otro lado, sí tiene en cuenta a todas esas personas que conforman el amplio abanico de género, así como el privilegio cis.

  1. Reconoce la interseccionalidad de las opresiones.

El término patriarcado aun puede sernos de utilidad cuando hablamos de relaciones de género. También puede serlo si hablamos de una determinada cultura: por ejemplo, puedo decir que la cultura de las personas blancas y de clase media de Ciudad del Cabo es patriarcal, ya que el control de los hombres frente a las mujeres está profundamente arraigado.

No obstante, visibilizar las relaciones de género sin tener en cuenta otras formas de opresión institucionalizada es muy simplista. Quedarnos solo en el análisis de género elimina y deja coja la realidad del asunto que nos concierne.

Usar el término kyriarcado mejora esto último, ya que nos abre los ojos ante otro tipo de opresiones.

Volvamos al ejemplo de la cultura de las personas blancas y de clase media de Ciudad del Cabo: no tendría ningún sentido ignorar el hecho de que se trata de una cultura elitista, étnicamente excluyente, heterosexista y cisexista. Si las ignoráramos, estaríamos dejando fuera las realidades sociales de gente no blanca, homosexual, trans* y pobre.

He de añadir que la realidad social de una persona no se limita a pertenecer a un género o a una etnia, nuestras realidades dependen de todas nuestras identidades, no de una por cada momento. Yo no puedo separar mi realidad de opresión por ser mujer de mi realidad de opresión por ser lesbiana, lo que he sido toda mi vida.

El kyriarcado nos facilita redes para debatir todas las opresiones en un contexto común.

***

Aunque la palabra patriarcado aun nos puede ser útil en muchos aspectos, el concepto kyriarcado está en mayor consonancia con el feminismo interseccional.

¿Reemplazaríais la palabra patriarcado por kyriarcado en vuestros círculos feministas? ¿Por qué? ¿Por qué no? Dejad vuestra opinión.

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Cómo saber que eres un misógino

Del original  de Mychal Denzel Smith en Feministing, How to know you hate women.

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He aquí una prueba infalible de que eres un misógino: se produce un caso de violencia de género en el cual un hombre golpea a una mujer hasta que la deja inconsciente. El caso adquiere notoriedad nacional y todas las preguntas y comentarios que se te vienen a la cabeza tienen que ver sobre el comportamiento de ella. Eres un misógino de aúpa, ni más, ni menos.

No hay otra explicación, nada de «no conozco la totalidad de los hechos», no hay excusas, eres un misógino. Reconócelo.

Seguramente no creas que eres un misógino; en realidad, lo más probable es que pienses que solo estás siendo un observador objetivo cuyo único interés es la verdad. No te lo crees ni tú, amigo.

Es un incidente que suele darse en nuestros debates sobre conflictos verdaderamente importantes: tenemos que ser justas con ambas partes. No tenemos en cuenta, sin embargo, que una de las partes es la subyugada y la otra, la opresora. Si no te parece mal legitimar a esta última en pos de la «justicia», tampoco te parecerá mal decir que estás de acuerdo con la opresión como una condición inherentemente humana. Menuda mierda.

La violencia machista no merece una perspectiva «justa», no deberían existir justificaciones, racionalizaciones o ambigüedades. La violencia machista no debería tolerarse, punto. Sin embargo, cada vez nos disponemos a denunciar esta violencia de manera colectiva, hay alguien que alza la voz discordante.

«Bueno, el caso es que hizo mal en pegarla, pero creo que ella no debió…»

«No estoy de acuerdo con que se pegue a las mujeres, pero si te metes en los asuntos de un hombre con sus mismos modos… »

«¿Y las obligaciones que tiene [ella] con su familia

«¿Por qué no se largó? Así está justificando su comportamiento [el de él]»

«No deberíamos entrometernos en asuntos de pareja»

«¿Y qué se esperaba?»

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Odio. Es odio. No hay otra manera de llamarlo cuando has tenido constancia del hostigamiento sistemático hacia las mujeres a lo largo de la historia hasta silenciarlas y convertirlas en ciudadanas de segunda y aun así les culpas por la violencia que sufren.

Existe una tendencia a juzgar de manera ecuánime las acciones de las personas poderosas y desempoderadas y luego preguntar «ah, ¿pero que no es eso la igualdad?». Es una manera muy astuta de evadirse retóricamente del asunto que nos concierne. La igualdad es el objetivo, pero fingir que convivimos como iguales AHORA MISMO es una ficción. Nos guste o no, llevamos a nuestras espaldas el peso de la historia cuando interactuamos de manera personal. La historia de la violencia machista es la historia de los cuerpos femeninos como campos de batalla en la lucha por el poder. Puñetazos, patadas, armas y amenazas de muerte solo son algunos de los métodos que se han puesto en práctica para asegurar el dominio sobre las mujeres y negarles autonomía, primero en casa y luego en el resto del mundo.

Teniendo en cuenta todo esto, nos equivocamos juzgando de manera negativa que un hombre pegue a una mujer porque él es físicamente más fuerte que ella, o porque las mujeres sean delicadas. Esta línea de pensamiento, aunque posicionada correctamente en el debate, lo está por los motivos equivocados, ya que refuerza el ideario patriarcal de que la protección ha de ser competencia estricta de los hombres.

No, la violencia machista es una lacra porque afianza una jerarquía de poder y es un método para asegurar la sumisión y garantizar el mantenimiento de la desigualdad a través del miedo.

Así que, si en algún momento dado empiezas a justificar estos actos, eres un misógino. Tenlo en cuenta mientras te recopilas la «totalidad de los hechos».

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Los hombres pueden ser feministas, pero se lo tienen que currar.

Del original de Katie McDonough en Salon, Men can be feminists but it’s actually really hard work

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2013 Sundance Portrait - Don Jon's Addiction

El feminismo es para todas porque el sexismo nos afecta a todas; sin embargo, muchos hombres se sienten cómodos en el statu quo.

La ley de los titulares de Betterbridge defiende que «cualquier titular en forma de pregunta puede ser respondido con un «no»». Sin embargo, este artículo del New York Times puede ser una honrosa excepción: « ¿Es posible ser hombre y feminista?», nos pregunta el autor Jack Flanagin, que se define como tal. La respuesta a esa pregunta es «sí», o más que eso, «venga ya, claro que sí, ¿estás de broma?».

Sin duda, es excelente que un periodista haga semejante pregunta, aunque falle al centrarse en individuos como Hugo Schwyzer —quien dispone de varias plataformas a través de las cuales escribir sobre los hombres y el feminismo mientras dedica su tiempo libre a atacar las vidas personales, académicas y profesionales de feministas negras y no blancas—. Jamil Smith subió un twitt  en el que anunciaba que puestos a mantener una conversación sobre hombres y feminismo, ¿por qué no hablar con hombres feministas? Lo que Smith pretende, creo, es abrir el debate sobre por qué nos hacemos tantas cábalas sobre si los hombres pueden ser feministas y tan pocas una vez se nos contesta afirmativamente a esa pregunta. ¿No nos pica ni un poquito la curiosidad?

El punto más persuasivo del artículo del Times se encuentra en el último párrafo, donde el autor Noah Berlatsky debate sobre el trabajo que exige ser un hombre feminista. «Es cierto que, en ocasiones, los hombres feministas, yo incluido, nos imaginamos como bravos aliados que altruistamente salvamos a las mujeres luchando en su nombre», atina Berlatsky, «pero las fantasías de hombres que salvan a las mujeres cual caballeros de cuento no son más que diferentes caras de la misoginia, y, en este caso en particular, terriblemente retrógadas. La misoginia nos enjaula a todas. Cuando me declaro hombre feminista, no lo hago porque creo que podré con ello salvar mujeres, sino porque considero importante que los hombres nos demos cuenta de que no seremos libres hasta que las mujeres también lo sean».

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Berlatsky llega a una conclusión importante en relación a la naturaleza de la justicia: es un proyecto con múltiples ramas, todas entrelazadas. En contraposición al trillado cliché de «madres, esposas e hijas» que suele centrar el debate sobre por qué los hombres deberían preocuparse por los derechos de las mujeres, Berlatsky defiende que los hombres deberían ser feministas particularmente porque las vidas de las mujeres de cualquier edad con las que nunca han tenido contacto y con las que nunca lo tendrán también son importantes. Y más en concreto, en una cultura que disuade a los hombres de construir y expresar su empatía, el propio hecho de que les importe algo más que una mierda alguien a quien no conoces, constituye en sí mismo un acto de subversión. Sin embargo, la idea de Berlatsky de que «la misoginia nos enjaula» también nos muestra otro argumento por el cual considero que los hombres pueden y deberían identificarse como feministas: los hombres han de enfurecerse por la violencia infligida contra las mujeres y por el sistema que las despersonaliza, pero circunscribir la relación de los hombres con el feminismo exclusivamente a la relación de los mismos con el estatus de las mujeres en el mundo solapa el hecho de que a los hombres también les afecta el patriarcado, las masculinidades tóxicas y el sexismo institucional y cultural sistémico.

Sin embargo, siempre van a existir grados y escalones; nunca me atreveré a decir lo contrario. Las normas culturales que nos encarcelan a las mujeres en el papel exclusivo de madres y cuidadoras significan también para nosotras un salario inferior al de nuestros compañeros hombres y que nuestras ambiciones personales y profesionales queden a expensas de los cuidados que tendremos que aplicar a nuestras u a otras personas. No obstante, estas normas también impiden que los hombres se cuestionen su masculinidad o que duden de su capacidad de quedarnos en casa a cuidar de nuestras hijas. Ambas cosas son gradualmente diferentes, pero ambas importan.

Lo mismo podemos decir del discurso hegemónico sobre agresiones sexuales. Las mujeres, de cualquier edad, copan las estadísticas de víctimas de agresiones sexuales, pero una cultura que taxativamente afirma que no hay víctimas de violación entre varones jóvenes adolescentes imposibilita que estas víctimas denuncien su situación. El núcleo de la cultura de la violación contiene conceptos destructivos sobre los derechos sexuales de los que gozan los hombres y es el responsable de que a las mujeres se las adjudique el papel de víctima durante toda su vida. Por otro lado, también alimenta la idea de que los hombres son seres sedientos de sexo, lo que provoca que aquellos que han sido víctimas de violación duden sobre si lo que les ha ocurrido constituye un delito o no. De hecho, para que esto se tipificara como delito, tuvo que pasar mucho, mucho tiempo. Estas mismas normas también favorecen que los hombres tengan distorsionado el concepto de deseo y satisfacción sexual. Aunque las más afectadas por la violencia que esto causa son las mujeres, los hombres también sufren su influencia.

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Hay miles de cosas que tenemos que preguntarnos en relación a cómo los hombres pueden ser feministas sin ostentar el núcleo del movimiento; tienen que ver sobre aprender a escuchar y a apoyar en vez de censurar y sabotear. Tiene que ver sobre cómo los hombres se llevan todos los elogios y alabanzas por hacer cosas básicas, cosas que se da por sentado que deberían hacer, como no agredir mujeres. También tiene que ver sobre cómo muchos hombres no se identifican como feministas porque están estrechamente implicados en el sostenimiento de un sistema —el patriarcado y el supremacismo blanco— que les beneficia. Y la idea de Berlatsky en lo que respecta a la delgada línea que separa el complejo salvador masculino y los hombres como fuerza social legítima capaz de efectuar un cambio social en positivo no tiene desperdicio. Podemos seguir dándole vueltas y vueltas a esto siempre y cuando reconozcamos que los hombres que se identifican como feministas no son meros animadores del movimiento feminista —más bien, lo que hacen es luchar contra los sistemas que les enseñan que escuchar es de maricas, que no deberían mostrarse emocionalmente, que los hombres heteros no pueden tener amistades íntimas con otros tipos, o que mira qué graciosas son las violaciones en la cárcel.

Que el feminismo tiene implicaciones para todo el mundo es algo que se ha expresado continuamente durante toda la historia del movimiento, y lo volví a recordar este fin de semana al leer una entrevista a la actriz Mackenzie Davis, quien dijo que no es capaz de entender cómo la palabra «feminismo» provoca tanto pavor en determinadas personas.

«El feminismo tiene como base las luchas raciales y de género, ambas conectadas interseccionalmente, por eso me confunde que algunas personas digan que es algo que no pueden apoyar», enunció en Times. «Creo que es una gran palabra».

Una opinión que comparten muchos hombres.

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Nota del traductor: no estoy muy de acuerdo en la manera en la que el artículo mezcla peligrosamente las opresiones patriarcales que sufren las mujeres y las que sufrimos los hombres. Como bien dice, no son equiparables. Pero acercarlas tanto puede dar lugar a que se equiparen o incluso a que se justifiquen.

Nuestra cultura despersonaliza a las mujeres y las reduce al binomio reproductoras-no reproductoras

Del original de Glosswitch en Newstatesman, Our culture dehumanises women reducing them all to breeders and non-breeders

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Las mujeres nos encontramos constreñidas por una cultura que nos divide despiadadamente en el binomio mamás-no mamás. No caigamos en la trampa, no nos deshumanicemos a nosotras mismas.

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Hace poco, mi madre me habló sobre un encuentro que mantuvo con mis antiguos profesores de primaria. Como suele pasar con muchas de sus historias, lo revistió todo de fanfarronería: «Les hablé de tus carreras y de tu trabajo y dijeron «Oh, ya sabía yo que era muy lista», pero al final les dije que todo iba bien porque tenías hijas y eras normal».

En ese momento, no pude hacer otra cosa que soltar una carcajada. ¡Dios nos libre de que una mujer con muchas carreras sea «normal»!. Aun así, supe lo que quería decir y por qué lo había dicho: lo que ella necesitaba era asegurar a  la gente que no me había vuelto como una de «esas» mujeres; que no había dejado envenenarme por la universidad y olvidado mis funciones fundamentales. Y sí, puedo hartarme de reír, pero una parte de mí tiene clara la importancia de esto: me guste o no, se me juzgará por mi valor reproductivo, un valor para el que he cumplido las expectativas.

Por lo que a esto respecta, aunque no tenga las mismas cantidades de dinero, fama y estatus social que Jennifer Aniston y Kylie Minogue, todavía las supero en algo. ¡Pobrecillas! Tanto éxito, tanto éxito y se han olvidado de lo básico. Por mucho que proteste Aniston ―que si he «alumbrado» tal proyecto, que si he «adoptado» tal otro…― siempre se la verá como a alguien que no ha conseguido cumplir aquello que estaba llamada a hacer, como a alguien que ha «fallado».

 

La periodista de The Observer, Barbara Ellen, replicó las alegaciones de defensa de Aniston sobre su modo de vida no maternal: «las mujeres sin hijas, y particularmente según van madurando y dejan atrás la edad fértil, llegan a un punto en que se las da de lado, se las aparta como a algo marchito, algo roto, algo pasado de fecha». Como madre, podría, sin duda, ser petulante y considerarlo una venganza personal por todas esas noches en vela y por todos esos pañales sucios. ¡Ja, por una vez, he ganado! Sin embargo, si os soy sincera, una victoria así ni es victoria ni es nada, porque en una cultura que nos reduce a las mujeres al papel de reproductoras y no reproductoras, ¿cómo podemos siquiera alguna ganar?

Aunque lo cómodo sería ubicar esto como un pulso entre madres y no madres; creo, no obstante, que deberíamos verlo más en perspectiva; es decir, que a todas las mujeres se nos juzga por nuestro papel reproductor, independientemente de si parimos o no. La historia del «fracaso» de Jennifer Aniston es una más de incontables historias en las que el valor de una mujer se mide por el contenido de su útero: la ejecutiva de éxito en cuya descripción en un periódico de tirada nacional se menciona que es «madre de tres», la víctima de violación a la que se le deniega un aborto porque su dignidad como persona no es nada frente a la vida potencial que está gestándose dentro de ella, los millones de mujeres posmenopáusicas que quedan fuera de foco mientras la figura de sus compañeros hombres, por el contrario, crece. Se nos juzga a todas por nuestra capacidad para criar y cómo lo pongamos en práctica ―tanto si tenemos hijas como si no―, algo que acaba menoscabándonos.

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Las feministas radicales argumentan que el patriarcado pretende controlar el trabajo reproductivo femenino. A muchas esto les parecerá inverosímil, ya que lo que se nos viene a la cabeza es a un grupo de mujeres puestas en fila para criar como ganado, algo bastante diferente a lo que ocurre en realidad (aunque los matrimonios forzosos y las violaciones en masa puedan servir para un fin similar). En los países menos restrictivos, la disponibilidad de métodos anticonceptivos, junto con la siempre dudosa  legalidad del aborto, se suele decir que las mujeres ya no son más esclavas de sus características biológicas; que en otro tiempo quizá sí fuera un asunto vital el control del trabajo reproductivo de las mujeres, pero que ya no. Eso es cosa del pasado. Como muchas, crecí creyendo que, aunque la maternidad te provocara restricciones, al menos podría una podría elegir no ser madre, pero con comentarios como los que han recibido Aniston y Minogue, está claro que no, no puedes.

Tanto si eres madre como si no, se te coloca dentro de la maternidad. La aparición de los métodos anticonceptivos no nos ha permitido poder elegir entre ser vistas como madres o como personas independientes; sino que solo podemos mostrarnos como madres o como no madres. De cualquiera de las formas, nuestra definición nace de nuestra capacidad de producir a otro alguien, alguien que tendrá más valor que nosotras. Somos ineptas tanto siendo nosotras mismas como en comparación a lo que generamos.

 

Aun a riesgo de caer en el rollo señora Rottenmeier, creo que esto es algo que se les escapa a las feministas más jóvenes. Es un fenómeno que solo te afecta cuando has tenido hijas o se te está agotando el tiempo para tenerlas. Cuando eres joven, consideras que nadie te juzga como una mujer en edad prefértil, pero te equivocas, ya lo han hecho. Tu potencial reloj biológico no estará bajo la lupa al menos hasta que te quedes embarazada o hasta que llegues a los 35 sin haberlo hecho.

La gente puede vivir envuelta en un halo de prejuicio tácito  hasta que la «verdad» de tu destino reproductivo se convierta en asunto insoslayable. Mientras tanto, puedes seguir creyendo que la capacidad reproductiva que actualmente se lee socialmente no tiene nada que ver con la opresión sobre las mujeres en el siglo XXI y seguirás equivocada, ya que lo es TODO. Este recipiente (no tengo claro si real o ficticio) del que disponemos en nuestro interior ―nuestro útero― está llamado a ofrecer algo que nosotras no podemos: dignidad como personas. Habiéndosenos usurpado la misma, solo servimos para transportar su potencial. No estamos lo suficientemente vivas como para decir «no, no quiero quedarme embarazada, dejadme en paz»; no estamos lo suficientemente vivas como para decir «ya me siento llena y completa sin hijas»; no estamos lo suficientemente vivas como para decir «tras pasar mi menopausia, sigo siendo una figura artística importante». O, más bien, sí lo decimos, pero no se nos presta atención alguna.

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Existe la creencia generalizada de que las mujeres, en el fondo, no somos más que úteros andantes, sin embargo, nos sigue resultando difícil enfrentarnos a ella unidas y de manera coherente; al contrario, nos hacen atizarnos unas a otras. Cuando las mujeres sin hijas exponen su situación, una parte de mi cae en ansiedad y se niega a escuchar, me preocupa que esas mujeres me vean como una persona conservadora, sin pensamiento independiente, totalmente absorbida por los pañales, los programas de televisión para niñas y poco más, aunque puede que en realidad me vean como alguien arrogante o alguien convencida de que para las mujeres sin hijas es imposible siquiera atisbar el verdadero significado de la existencia (sea cual sea). Aunque sí es cierto que la crianza de tu prole modifica sustancialmente los hábitos de tu vida, la brecha ideológica que nos divide a las madres de las no madres es totalmente ficticia. Cuando hablamos entre nosotras, descubrimos nuestra múltiple diversidad, una diversidad global constreñida por una cultura que nos divide despiadadamente en el binomio mamás-no mamás. No debemos caer en la trampa y deshumanizarnos a nosotras mismas porque eso es precisamente lo que se nos anima a hacer.

Es absurdo que se considere que mujeres como Jennifer Aniston estén viviendo una vida incompleta, que se considere hasta tal punto que se están apagando lentamente para caer de manera paulatina en el olvido cuando es un hecho que ―¡oh, sorpresa!― nunca llegarán a reproducirse. También es absurdo valorizar tan altamente el contenido del útero de una mujer violada hasta el punto que se nos olvide la dignidad de la propia mujer. Como mujeres, hemos de enfrentarnos a esto juntas, no somos gente «con hijas» y «sin hijas»; nuestra historia es mucho más que la producción o no producción de otras personas; nosotras, en nuestra individualidad y por derecho, ya estamos completas y merecemos que se nos lea como tal.

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4 consejos desde la trinchera de los aliados feministas

Del original de Andrew Hernann en Everyday Feminism, 4 Lessons from the Trenches of Allyship

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No hace mucho, fui de karaoke con mi esposa y diez de sus compañeras de trabajo, también mujeres.

Es un ritual anual; trabajan de profesoras y salen a celebrar el haber sobrevivido a la última tanda de incansables alumnos de primaria.

Algunas de sus parejas, novios y maridos, fuimos con ellas también, pero nos hicimos a un lado. Una vez entramos en la sala reservada, dejamos que nuestras parejas escogieran las canciones. Tras una hora, pude establecer un patrón.

Todo el mundo cantamos la primera canción, School’s out for Summer de Alice Cooper (no veáis qué subidón). En las siguientes dos canciones, de Beyoncé y Alanis Morrissette, los tipos fuimos a la barra, pero, después, cuando empezó We didn’t start the fire  de Billy Joel, ¡volvimos corriendo! Luego, cuando sonó algo de Jewel más tarde, los cuatro tipos nos volvimos al rincón otra vez.

La música sonaba fuerte, así que no pudimos charlar mucho, simplemente estuvimos ahí, agitando embarazosamente los hielos de nuestras copas. Tras Jewel, sonó el My heart Will go on the Celine Dion y luego el Like a Prayer de Madonna. Por supuesto que nos sabíamos las letras — cómo no, habiendo crecido en los noventa—  pero en vez de bailar y cantar, nos dedicamos a intentar no prestarnos atención unos a otros mientras mientras canturréabamos la parte de in the midnight hour, I can feel your power.

¿Por qué nunca cantamos canciones de vocalistas mujeres?

Muy sencillo, porque nos han enseñado que solo a las mujeres o a los gais les gustan ese tipo de artistas. El que hubiéramos acompañado a nuestras parejas cantando hubiera significado exhibir nuestra feminidad o nuestra homosexualidad, la cual, —de nuevo, según nos han enseñado— hubiera puesto en entredicho nuestra querida masculinidad.

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Ahora, en perspectiva, me avergüenzo de haberme mostrado tan reticente por cantar. En primer lugar, perdí una oportunidad de divertirme con mi mujer y sus compañeras; luego, falté a mis principios personales y profesionales. ¿Cómo yo, alguien que se identifica abiertamente como aliado feminista y de la comunidad LGBTQIA+, se avergüenza de cantar una canción en la que la vocalista es una mujer?

Como muchos hombres, me educaron en masculinidad y, sobre todo, en cómo preservarladesde una temprana edad.

En mi colegio, mis amigos y yo solíamos jugar a «castiga al marica», una versión del pilla-pilla en la que había que intentar pillar al niño al que le tocaba llevar la pelota — el marica— y placarlo para que la soltara.

Más tarde, ya en el instituto, empezaron las «charlas de vestuario». Por un lado, los tipos trataban de embellecer su vida sexual, alardeando de las tipas a las que se había tirado y a las madres a las que también se follarían. Cuanto más explícitas fueran las historias y los gestos que las acompañaban y cuanto más se degradara a las mujeres en cuestión, más machos parecían ser.

Por otra parte, estos chicos insultaban a esos otros chicos que parecían más miedosos, o, en general, a cualquiera que no tuviera una pinta lo suficientemente atlética, que tuviera amigas mujeres, que prefiriera las artes o que pareciera homosexual, signifique lo que signifique eso.

Hacían acopio de todo tipo de insultos sexistas y homófobos y, junto con todo un amplio abanico de comportamientos de carácter explícito, los usaban para socavar la masculinidad de estos chicos.

Por supuesto que el vestuario no siempre era así, y tampoco todos participaban activamente en esa pose. Por ejemplo, muchos de mis amigos y yo nunca nos sentimos lo suficientemente a gusto ni con la suficiente confianza como para involucrarnos (no recuerdo haber hecho otra cosa en el instituto que andar agachando la cabeza). Sin embargo, existía una presión tácita por la que, al menos, debíamos reírnos en conjunto, porque, si no lo hacíamos, alguien de manera inevitable te acusaría de ser un marica (o algo peor).

Me alegré de abandonar el vestuario cuando llegué a la universidad. En parte mediante un trabajo académico sobre justicia social y en parte mediante una red de amigas más diversa, empecé a darme cuenta de lo que en realidad promovía el uso de lenguaje sexista en mi instituto.

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Aprendí que vivimos en una sociedad patriarcal.

¿Y qué significa esto? El patriarcado es un sistema social en el cual los hombres gozamos de privilegio. Como los hombres somos los privilegiados, la masculinidad también lo es. La masculinidad es el conjunto de características y roles general y típicamente asociados a los hombres.

Volviendo la vista atrás a mi infancia, me di cuenta de que el concepto tradicional de hombre «de verdad» no es más que un producto de este sistema patriarcal.

Esos chicos de mi instituto no actuaban de manera «natural», lo que hacían era reafirmar, conscientemente o no, los conceptos de masculinidad hegemónica que habían heredado de su familia, de los medios y de las instituciones; unos conceptos que dan prioridad a la heterosexualidad y a la masculinidad sobre otros tipos de orientación sexual y la feminidad y que además fusionan género con genitales.

Tras darme cuenta de todo esto, decidí declararme aliado feminista y de la lucha por los derechos LGBTQIA+.

El feminismo es una filosofía y un movimiento cuyo objetivo es establecer la igualdad de género. Ser un aliado feminista significa apoyar la igualdad de derechos para la gente LGBTQIA+ mediante la lucha contra la heternormatividad (el privilegio de la heterosexualidad) y el cisexismo (la asunción de que el género está determinado únicamente por el sexo biológico y de que la gente trans es inferior a la no trans, o cis). Ambas formas de alianza van unidas porque el patriarcado desfavorece tanto a las mujeres como la comunidad LGBTQIA+.

No podía vivir en una sociedad en la que la «neutralidad» me hacía cómplice del desempoderamiento sistemático de las mujeres y de la gente LGBTQIA+. Quise involucrarme personal y profesionalmente en esta lucha por la igualdad social en cuanto a género u orientación sexual.

Sin embargo, ser un aliado feministaes difícil, especialmente si eres un hombre heterosexual. Las presiones (en base a los conceptos tradicionales) de la masculinidad hegemónica y toda una vida de aprendizaje patriarcal sistemático son difíciles de superar.

No obstante, he recopilado aquí cuatro consejos —basados en mis propias experiencias y tropezones— para ayudar a que los hombres cis (yo incluido) se declaren abiertamente feministas y aliados feministas.

  1. Quiérete a ti mismo siendo TÚ mismo

Sí, ya sé que parece sacado de un libro pasteloso de autoayuda, pero, ¿cómo podemos destruir tanto el patriarcado sistémico como los privilegios masculinos si continuamos definiéndonos a nosotros mismos en base a los estándares que tanto la masculinidad hegemónica como el patriarcado reproducen?

Oímos que los hombres «que se precien de serlo» valoran la fortaleza, aunque también es verdad que los conceptos tradicionales de la masculinidad hegemónica son fácilmente quebradizos. Pensadlo: todo eso que lleva toda una infancia y adolescencia desarrollar puede venirse abajo tan solo con cantar la canción equivocada en un karaoke, así que no me extraña que muchos hombres, en estos casos, y para proteger su masculinidad, se aparten.

Nos enseñan —y no solo eso, nos enseñamos entre nosotros— lo que significa ser un hombre «de verdad». A través de anuncios de televisión, series, películas y revistas, los hombres aprendemos el modelo ideal de cuerpo que hemos de conseguir, la ropa que hemos de vestir, el trabajo que hemos de alcanzar y los hábitos diarios que debemos practicar, y así hasta el infinito.

No obstante, para ser abiertamente un aliado feminista, debemos estar cómodos con nuestro género y sexualidad y debemos dejar de identificarnos en relación a otras personas. Debemos dejar de ponernos la zancadilla unos a otros mediante la explotación de los mismos mitos patriarcales de siempre.

Un hombre  «de verdad» no es sistemáticamente atlético, un hombre «de verdad» no ha de tener un pene enorme, un hombre «de verdad» no siempre tiene un montón de sexo con miles de mujeres, un hombre «de verdad» no tiene por qué tener un puesto de trabajo poderoso y lucrativo.

Es verdad, un hombre podría ser atlético, tener un pene grande, hincharse a sexo con mogollón de mujeres y tener un trabajo que le genere mucho lucro. Sin embargo, eso no lo hace más o menos hombre que otros, ni deberían estos atributos servir de vara de medir con la que evaluarnos tanto a nosotros como a los demás.

Este concepto, en sí mismo, es un engaño.

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En definitiva, debemos identificarnos como nos sintamos más coherentes con nosotros mismos como individuos.

No estoy diciendo que esto sea fácil, por supuesto que cuesta. Sin embargo, al liberarnos del yugo de la expectación social, nos permitimos también reconocer tanto nuestro propio privilegio como la marginalización que sufren las demás.

  1. Anticípate a las críticas que seguramente recibirás

El patriarcado está en todas partes, y aquellos que se benefician de él criticarán a aquellos que intenten derribarlo con argumentos orientados a socavar su masculinidad.

En el momento en que exhibí mi condición de aliado, algunos cuestionaron mi sexualidad y otros incluso me insultaron. « ¿Es que ahora eres gay», decían algunos, «¿eres una chica?». Algunos otros incluso me hablaban de haber traicionado a mis queridos compañeros machos, heterosexuales y cis.

Me avergüenza admitir que mi respuesta defensiva se basó en la misma red de argumentos falaces. Dije: «¡no, no soy gay!», «¡no soy una chica!». La verdad es que estos argumentos refuerzan la desvalorización de la homosexualidad y la femineidad frente a la heterosexualidad y la masculinidad.

La mejor respuesta hubiera sido recordarles que no tiene nada de vergonzoso el ser homosexual o mujer.

A pesar de las críticas de algunos hombres hacia aliados abiertamente feministas y hacia las propias feministas, tengamos en cuenta que la masculinidad que intentan socavar —como dijimos en el punto 1— es la suya, no la nuestra.

  1. Recordad: ser un aliado feminista es algo más que defender los derechos de las personas LGBTQIA+ o las mujeres.

Ser un aliado feminista es una filosofía que se basa en la práctica, es algo que te exige escuchar y empatizar con las demás; es algo que requiere de ti honestidad en nuestras disyuntivas, confusiones y problemas; es algo que nos exige que nos eduquemos sobre feminismo, sobre alianzas feministas, sobre patriarcado y sobre masculinidad. Y también es algo que nos exige que pongamos en práctica esa educación día a día para reconocer y acabar con la marginalización sistemática de las que no son como nosotros.

Es un trabajo y hay que tomar decisiones.

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¿Cómo responderías si alguien te llama gay por haberte declarado feminista o aliado feminista? ¿Qué harás cuando escuches a un desconocido llamar a alguien maricón o hacer un chiste sobre violaciones? ¿Qué harás cuando un amigo o un miembro de tu familia llame a alguien maricón o haga un chiste sobre violaciones? ¿Seguirás usando el médico y la asistenta sistemáticamente? ¿Cantarás canciones de Madonna en un karaoke?

  1. Desarrolla amistades con gente afín

Esto no significa que tengas que deshacerte de tus antiguas amigas, pero tu único «amigo gay» no te convierte automáticamente en feminista ni aliado feminista.

Empecé a sentirme más cómodo —más abierto y más activista— como aliado cuando establecí amistades con otras feministas, aliadas y miembros de la comunidad LGBTQIA+.

Cuando diversificamos nuestro círculo de amigas, más fácilmente reconocemos cómo la masculinidad es un constructo social y, según empezamos a redefinirnos a nosotros mismos en base a conceptos diferentes, nos vamos sintiendo menos amenazados.

 

Consecuentemente, los insultos ajenos nos afectan menos y nos sentimos más cómodos y motivados para desarrollar y expresar nuestro feminismo o nuestra alianza con el mismo.

***

Es común la idea de que el feminismo es solo para mujeres y que la defensa de los derechos LGBTQIA+ es solo para miembros de esa comunidad.

¿Pero cómo podemos vivir en una sociedad igualitaria si no nos compretemos todas a socavar este privilegio y desempoderamiento sistemático, si no nos compretemos a alcanzar a la igualdad universal?

Ser feminista, aliado y tener una mentalidad abierta es de gran ayuda en este empeño, y eso mismo nos ayuda a mejorar como individuos empáticos, como amigas y como parejas.

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